Yo lo vi…
Vi cómo la creación de Dios empezó a apartarse de Él, guiada por el susurro venenoso del pecado. Los hombres se llenaron de arrogancia, creyéndose indestructibles, con el orgullo tan alto que ni el cielo les parecía un límite. Fue entonces cuando nació la idea de la gran torre… una estructura que, según ellos, alcanzaría el trono mismo de Dios.
Pero la torre no era lo único.
En secreto, comenzaron a forjar armas… armas que no eran para defenderse de otros hombres, sino para desafiar al cielo. Y detrás de todo, había un instigador: no cualquiera, sino uno que provenía del linaje maldito de la casa de Adán… Caín. El primero que pecó con sangre, el primer asesino.
Recuerdo cuando Caín llegó a los pueblos. No venía solo, traía a su hijo Enoc. No gritaba… no necesitaba hacerlo. Bastaba con susurrar mentiras, promesas y amenazas. “Únanse a nosotros o serán borrados de la faz de la tierra.”
Algunos cedieron, otros lo rechazaron.
La facción de las Estrellas lo negó.
La facción Celestial, también.
Pero las Bestias… ellas se unieron, ansiosas de demostrar que las demás eran débiles.
Incluso dentro de la facción de los Humanos, de donde Caín mismo provenía, hubo quienes lo apoyaron. Y así siguió, viajando hasta los clanes más antiguos para tentar su ambición. Muchos lo rechazaron… pero no todos.
Cuando la torre de Babel ya se alzaba sobre las nubes, la arrogancia humana cruzó un límite que ni siquiera yo creí que cruzarían: intentaron imitar a Dios. No solo construyeron en piedra, sino que empezaron a moldear almas, fusionarlas, retorcerlas… y así nacieron criaturas que jamás estuvieron en los planes del Creador. Seres formados por manos humanas, no por la palabra divina.
Y entonces llegó el tiempo de la mayor desobediencia: los hijos de Dios, cautivados por la belleza de las hijas de los hombres, descendieron y se unieron a ellas. Del fruto de esa unión nacieron los Nefilim… gigantes que se creyeron dioses, que pisaban la tierra como si fueran eternos. Con su fuerza, su orgullo y su hambre de dominio, fundaron una nueva facción: la facción de los Dioses.
Caín, viendo la oportunidad, no dudó.
Viajó hasta las tierras donde los Nefilim reinaban, atravesando desiertos abrasadores, montañas de piedra negra y ríos tan antiguos como el mundo mismo. No llegó como un suplicante, sino como un igual… o más bien, como alguien que creía estar por encima de ellos. En los salones ciclópeos de los gigantes, su voz resonó como un veneno suave:
—Uníos a mí, oh gloriosos gigantes. Vuestro propósito en esta creación no es arrodillaros ante un Dios ausente, sino ocupar su lugar. Creemos nuestras propias leyes, forjemos un reino eterno… y juntos, derrotemos al Creador.
Los Nefilim, llevados por su orgullo y sed de poder, aceptaron. Y cuando las facciones supieron que los gigantes estaban con Caín, todo se precipitó hacia la guerra.
Fue una guerra sangrienta, llamada La Guerra Santa. Al principio, las facciones resistían, incluso parecían ganar… pero Caín tenía un as bajo la manga. Liberó a siete seres de poder indescriptible. Con su llegada, la balanza se inclinó, y el campo se llenó de sangre, traiciones, mentiras, adulterio y pecados que jamás pensé presenciar.
Entonces vi cómo Dios envió a sus elegidos. Ellos declararon la guerra a Caín… y ganaron. La torre fue destruida y la paz volvió a los universos.
Pero los siete seres… desaparecieron. Nadie sabe si murieron, si fueron sellados en el río de fuego o si aún caminan entre nosotros. Algunos dicen que volverán, y cuando lo hagan… el caos será total.
muchos se preguntan ¿Que paso con ellos? Per-
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—¿¡Tengo una pregunta!? —exclamó un niño, interrumpiendo la historia con la curiosidad brillando en sus ojos.
La narradora, un joven vestido con un elegante traje azul que resaltaba sus alas blancas como las de una paloma, giró la cabeza hacia él. Su cabello negro caía suavemente sobre su frente y sus ojos, tan blancos como el alma más pura, reflejaban paciencia y dulzura.
—Jejeje… dime, pequeñín, ¿cuál es tu duda? —preguntó con una sonrisa que parecía invitar a seguir escuchando.
—¿Y esos siete seres… quiénes son? ¿Son armas? —preguntó el niño, inclinando la cabeza con un gesto ingenuo.
El joven soltó una pequeña risa y negó con suavidad.
—No… no son armas. Son seres vivos como nosotros, aunque su origen es… diferente. Fueron creados en los oscuros experimentos de Caín. Pero, a diferencia de nosotros, ellos nacieron con algo que marcó su destino: la maldad en lo más profundo de sus corazones.
Una niña, que hasta ese momento había estado abrazando sus rodillas en silencio, alzó la voz con timidez.
—¿Pero ellos… realmente están muertos? ¿O… en serio nadie lo sabe?
El joven suspiró y bajó la mirada un instante, como si pensara en historias demasiado viejas y peligrosas para ser contadas con ligereza.
—La verdad… nadie lo sabe con certeza. Hay quienes aseguran que desaparecieron para siempre. Otros creen que siguen entre nosotros, escondidos. Con el tiempo, surgieron leyendas: la del Rey Corrupto y la Sacerdotisa; los lamentos eternos de la Reina del Pecado… y muchas otras.
Mientras hablaba, acariciaba suavemente la cabeza del niño que había hecho la primera pregunta, como si quisiera protegerlo de imaginar cosas tan oscuras.
—¿Pero… y si esas historias fueran ciertas? —insistió la niña, con un brillo travieso en sus ojos—. ¿Es posible que… el Rey Corrupto o los otros seres pueden enamorarse?
El joven sonrió de lado, como si estuviera a punto de responder… pero antes de que pudiera abrir la boca, una voz distinta, firme y serena, interrumpió desde la entrada del pasillo.
—Todos los seres pueden amar… —dijo Onyx, avanzando con paso tranquilo—. Incluso los más crueles, incluso los más temidos… el amor puede tocar sus corazones.
Su silueta se dibujaba contra la tenue luz que entraba por el ventanal del pasillo. Vestía con sencillez, pero había algo en su porte que imponía respeto y dulzura. Los niños la miraron con asombro, pues su voz no solo sonaba segura, sino que sonaba llena de paciencia y alegría.
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Editado: 14.08.2025