“No todas las historias tienen un final feliz; algunas deben seguir corriendo, porque detenerse es perderlo todo.”
En el hipódromo de Ikebukuro, las carreras ilegales florecen entre la oscuridad y el humo de los cigarrillos. La ley las ignora, los dueños las protegen y todos ganan algo… excepto las corredoras.
De día, el lugar brilla con el espectáculo de las Uma Musume más rápidas y famosas, corriendo por gloria y trofeos. Pero al caer la noche, ese mismo hipódromo se transforma en un campo de sombras donde corren las que el mundo olvidó: chicas caballo que alguna vez soñaron con la fama y ahora compiten solo para sobrevivir, apostando su cuerpo y su orgullo por unas cuantas monedas y un poco de comida.
—¡Maldita sea, volví a perder mi dinero! —gritó un apostador, golpeando la baranda metálica—. Ese maldito caballo ni siquiera puede llegar a la meta.
Había apostado todo a Shooting Star, la chica caballo que cruzó la línea en último lugar, jadeante y cubierta de polvo.

—¿Qué esperabas, idiota? —se burló otro, encendiendo un cigarrillo—. Esa no gana desde que salió de la escuela Uma Musume. Es una causa perdida.
El primero tomó una lata vacía y la lanzó con rabia. El golpe resonó seco contra la cabeza de Shooting Star. Un hilo de sangre le corrió por la frente, mezclándose con el sudor.
—¡Por tu culpa perdí todo, maldito animal! —vociferó el hombre, borracho y furioso.
Ella no respondió. Solo bajó la mirada y se retiró en silencio hacia el interior del hipódromo, arrastrando los pies, mientras las luces del anochecer teñían su sombra de rojo. Nadie la miró. Nadie la detuvo. Solo el eco de sus pasos quedó suspendido en el aire.
Dentro, el ambiente era pesado. En los camerinos, las otras corredoras —agotadas, con los uniformes manchados y el cuerpo molido— apenas levantaban la cabeza cuando un hombre gordo entró al cuarto. Llevaba anillos de oro en todos los dedos y un diente dorado que brillaba cuando sonreía; todo en él gritaba “estafador”.
—Okey, mis queridas niñas —dijo con una voz melosa y falsa—. Hoy se esforzaron mucho, así que aquí tienen su paga.

Una a una se acercaron para recibir su dinero y sus comentarios repugnantes.
—Mi querida Gloom Flash, como siempre, ganando cada carrera —dijo, entregándole un grueso fajo de billetes.
—Sweet Ruin, cariño, debes ponerle más empeño —añadió con una sonrisa burlona.
—Shadow of Gold, excelente trabajo esta semana; te ganaste un pequeño bono.
Así continuó, mezclando halagos vacíos con insinuaciones desagradables, hasta que llegó frente a Shooting Star. Su sonrisa se borró.
—Shooting Star, no has ganado ni una sola carrera en toda la semana. Mis clientes están furiosos… y cuando ellos lo están, yo también. Más te vale ganar la próxima, o no vuelvas.
Le lanzó un fajo de billetes mucho más delgado que el de las demás.
—¡Esto no es lo que acordamos! —protestó ella, aferrándose a la manga de su saco.
El hombre la apartó de un golpe seco, tirándola al suelo.
—¡No me toques, sucio caballo! —escupió—. Queda claro: quien pierda, cobra menos… o se va.
El cuarto quedó en silencio. Shooting Star se levantó despacio, limpiándose el polvo de la cara y la sangre seca de la frente. Nadie se movió. Nadie dijo nada. Solo se escuchaba su respiración temblorosa.
Afuera, Shadow of Gold fumaba recostada en una pared, la brasa del cigarro iluminando su perfil cansado.
—No deberías regresar, Shoot —dijo sin mirarla—. Sabes que te seguirán tratando así hasta que caigas en la pista y no te levantes más.
Shoot pasó a su lado sin detenerse.
—No puedo parar de correr… —susurró, perdiéndose entre las sombras de la noche.
Su hogar estaba en la parte baja de la ciudad: una casa medio derrumbada, con tablas en las ventanas y una puerta sostenida por clavos oxidados. Entró con cuidado, para no romperla.
Dentro no había nada más que un colchón sucio, una silla rota y una cocina vacía. En una pequeña caja guardaba vendas, pastillas y un frasco de alcohol médico. No podía pagar un doctor, así que trató ella misma la herida provocada por la lata.
Mientras se vendaba la cabeza, su mirada se posó en el único objeto de valor en toda la habitación: un trofeo dorado cubierto de polvo. Su nombre estaba grabado debajo: Gran Premio de Japón — Récord Nacional.
Desde aquella carrera, todo había ido cuesta abajo. Una lesión en su última competencia en la escuela Uma Musume la dejó fuera de los entrenamientos oficiales. Nadie quiso apoyarla después.
Recordó los golpes de su antiguo entrenador clandestino, las noches sin comer, las carreras en pistas de barro. Miró su uniforme, sucio y roto, los zapatos desgastados, las herraduras oxidadas. Todo lo que alguna vez fue brillo ahora era ruina.
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Editado: 27.10.2025