Umbra Vitae

Génesis (Parte 1)

Emiliano

Un mes antes, todo ya estaba decidido. No tuve voz, ni voto, ni siquiera la oportunidad de preguntar si había otra opción. Recuerdo a mi familia reunida en círculo, discutiendo sobre mí como si no estuviera en la misma habitación. Yo solo asentía con la cabeza, incapaz de hablar, atrapado en un silencio que me parecía eterno. Tenía apenas doce años, pero ya entendía lo que significaba no tener control sobre mi propia vida. Era un espectador mudo del juicio más cruel: el que dictaba mi propia sangre.

En el centro de aquella reunión estaba Georgina, mi abuela. Ella no necesitaba alzar la voz para hacerse escuchar. Su sola presencia imponía más que cualquier grito. Era una mujer de semblante impenetrable, de manos finas pero duras, curtidas por la costumbre de dirigir a la familia como si fuera un ejército. Su cabello gris siempre perfectamente recogido en un moño tirante, ni un mechón fuera de lugar. Cada palabra suya era una sentencia; no se permitía la debilidad, y mucho menos la compasión. Yo lo sabía desde niño: quien osara enfrentarse a Georgina no solo perdía la discusión, perdía el lugar en la familia.

—Este chico ya no puede seguir aquí —dijo aquella noche, con la calma venenosa de quien cree tener toda la razón—. Es un peligro, una vergüenza. No quiero escuchar más.

Marcela, mi madre, estaba a su lado. No me miraba. Tenía los ojos clavados en la mesa, como si yo fuera un desconocido sentado al otro extremo. Sus labios estaban apretados, como una línea de rencor que nunca se borraba. Ella nunca me había perdonado por existir. Yo lo sentía. Cada gesto suyo era un rechazo, cada palabra era un reproche.

—Tiene razón, mamá —respondió con voz seca—. No podemos seguir así. Que se quede en el internado. Allí aprenderá disciplina, o al menos dejará de existir.

Yo apenas respiraba. Era como si el aire se volviera pesado, como si el cuarto se encogiera. Mi títere de cuerpo temblaba por dentro, pero nadie lo notaba. Porque en esa casa, mostrar dolor era mostrar debilidad, y la debilidad se castigaba.

Mi madre, cegada por la vergüenza, tomó la decisión de internarme. Para mí fue incomprensible. Yo era su hijo, su sangre, pero en esos momentos llegué a pensar que quizá era adoptado, que no pertenecía a esa familia. Fernanda, mi hermana, siempre fue la perfecta: las mejores notas, el orgullo de todos, la niña ejemplar. Yo solo la observaba desde lejos, con una mezcla de admiración y dolor, sabiendo que jamás podría alcanzar esa perfección que tanto exaltan.

En medio de esa tormenta había dos faros que me daban un poco de luz: mi tía Ana y mi abuelo Marcos. Ellos eran mi refugio, los únicos que parecían verme de verdad, que me tomaban de la mano con ternura y me hacían sentir, aunque fuera por instantes, que no estaba completamente solo. Con Ana todo era distinto: su voz era suave, sus abrazos eran reales, no fingidos. Marcos, con su andar cansado, siempre tenía una palabra de aliento, una palmada en la espalda, un gesto que me devolvía fuerzas.

Pero todo cambió el día del horror. Ana me había pedido que la acompañara, y no pude hacerlo. No recuerdo exactamente por qué me quedé, solo sé que fue una decisión que todavía me atormenta. Todo sucedió muy rápido, demasiado. Fue confuso, un torbellino de gritos, de miradas acusadoras y de violencia que no entendía. Lo único que guardo con claridad es la imagen brutal de Fernanda y mi abuela Georgina encima de mí, insultándome, aplastándome con palabras que me desgarraban por dentro, mientras yo estaba en el suelo, sangrando.

Recuerdo el ardor en la piel, el mareo, el sonido seco de los golpes que parecían multiplicarse. Fernanda me gritaba con todo el desprecio que podía cargar alguien con su edad

—¡Das asco! ¡No merecés estar con nosotros!— Yo lloraba, pero nadie me escuchaba. Para ellas mis lágrimas eran pruebas de mi debilidad, no de mi dolor.

Georgina me miraba con los ojos fríos, sin un atisbo de piedad. Cuando levanté la vista, esperando encontrar aunque fuera un poco de comprensión, lo único que recibí fue una bofetada tan fuerte que sentí que el aire se me escapaba del pecho. La piel me ardió al instante. No conforme, escupió en mi cara. Ese gesto me partió más que los golpes: no era solo rechazo, era desprecio absoluto, la confirmación de que para ella no era más que una vergüenza viviente.

Fernanda, envalentonada por el acto de mi abuela, intentó echarme a la calle. Quiso arrastrarme hacia la puerta, gritándole a todos que me largaran de una vez, que no soportaba verme más bajo el mismo techo. Yo era un simple títere entre las dos, un cuerpo débil que se movía al ritmo de su odio. Una, mi abuela, me quería fuera porque representaba una mancha que el apellido no podía cargar. La otra, mi hermana, simplemente no soportaba mi existencia, le daba asco mirarme.

Pero había una diferencia entre ambas. Georgina, con todo su odio, no se atrevía a botarme realmente, porque sabía que la gente hablaría. —¿Qué dirán si echamos a un niño a la calle?—, debía pensar. Su frialdad era calculada, no pasional. Fernanda, en cambio, era puro fuego: me quería lejos, muerto, desaparecido, sin importar las consecuencias.

Yo, en medio de ese infierno, no dejaba de llorar. Lloraba porque no entendía qué había hecho para merecerlo. Lloraba porque no hice nada malo. Porque yo había sido la víctima y ellos me estaban tratando como al culpable.

Esa fue la primera vez que comprendí de verdad que, para mi familia, yo nunca sería un hijo, un nieto, un hermano. Solo era una carga, un error que querían borrar a cualquier costo.

Dos semanas después

La muerte de mi abuelo fue el golpe más fuerte que recibí en mi infancia. Él había sido mi único refugio junto con mi tía Ana. Pero cuando todo se quebró, hasta Ana se puso en mi contra. Fue como si el mundo me dejara sin aire, como si de pronto me quedara sin lugar en ninguna parte.




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