El pánico se convirtió en una bestia fría que atenazaba sus gargantas. Liam se lanzó contra la puerta de la habitación, pero estaba atascada, como si una fuerza invisible la sujetara desde el otro lado. Los golpes contra la casa se intensificaron, acompañados por un gemido estructural que parecía el lamento de la propia madera torturada. Las luces se apagaron por completo, sumiéndolos en una oscuridad casi absoluta, rota solo por la pálida luz de la luna que se filtraba por las cortinas.
—¡Leo! —gritó Elara, buscando a tientas a su hijo en la cama. Lo encontró temblando, despierto y llorando en silencio.
—Mami, la niña está enfadada —susurró Leo, su vocecita quebrada por el miedo—. Dice que no podemos irnos. Dice que ahora le pertenecemos a la casa.
Esas palabras, tan parecidas a las del diario de Annabelle, fueron como un puñal en el corazón de Elara. La entidad, fuera lo que fuese, se estaba comunicando a través de su hijo.
Liam, desesperado, embistió la puerta con el hombro una y otra vez, hasta que con un crujido agónico, la madera cedió y se abrió. El pasillo exterior estaba sumido en una oscuridad aún más profunda. Un frío antinatural reptaba por el suelo, helándoles los pies.
—Tenemos que llegar al coche —dijo Liam, su voz tensa. Agarró una pesada lámpara de mesa, dispuesto a usarla como arma.
Avanzaron lentamente, Elara abrazando a Leo con fuerza. Cada sombra parecía moverse, cada crujido del suelo era un presagio. La melodía infantil se había transformado en un coro disonante de susurros y lamentos que parecían surgir de las paredes, del techo, del suelo. Eran voces múltiples, algunas infantiles, otras adultas, todas cargadas de una angustia infinita.
Al llegar a la escalera principal, se detuvieron en seco. Abajo, en el vestíbulo, una figura pequeña y oscura estaba de pie, inmóvil. No podían distinguir sus rasgos, solo su silueta recortada contra la penumbra. Era la figura que Elara había visto en sus pesadillas y en sus bocetos.
—No se acerquen —ordenó Liam, interponiéndose entre la figura y su familia.
La figura no se movió, pero la temperatura descendió bruscamente. Un aliento gélido barrió la escalera. De repente, los objetos en el vestíbulo comenzaron a temblar. Un jarrón cayó de una mesita y se hizo añicos. Los cuadros de las paredes se inclinaron.
—Quiere jugar —susurró Leo, aferrándose a Elara—. Dice que el juego apenas comienza.
La figura levantó un brazo lentamente. En ese instante, Elara sintió una punzada aguda en la cabeza, como si le clavaran agujas en el cerebro. Imágenes fugaces la asaltaron: la familia Blackwood, sus rostros contorsionados por el terror; Elías Thorne, el constructor, con una sonrisa cruel; otras familias, otras épocas, todas atrapadas en un ciclo de desesperación dentro de la casa. Vio el ático, no como un lugar de almacenamiento, sino como un corazón oscuro que latía con una energía maligna.
Gritó, llevándose las manos a la cabeza. Liam se giró hacia ella, preocupado, y en esa fracción de segundo de distracción, la figura de abajo se desvaneció como humo. Pero la amenaza no había desaparecido. La casa entera pareció cobrar vida. Las puertas se abrían y cerraban violentamente, los muebles se arrastraban por el suelo, y un viento helado aullaba por los pasillos, aunque fuera no soplaba brisa alguna.
—¡Por aquí! —gritó Liam, guiándolos hacia la cocina, donde sabía que había una puerta trasera.
Pero la casa parecía anticipar cada uno de sus movimientos. El camino a la cocina se convirtió en una pesadilla. Sombras danzaban en la periferia de su visión, susurros les llamaban por sus nombres, y la sensación de ser tocados por manos frías e invisibles era constante.
Elara empezó a dudar de su propia cordura. ¿Era real lo que estaba sucediendo, o la casa la había quebrado finalmente? La fatiga, el miedo y las visiones la estaban consumiendo. Vio el rostro de Liam distorsionarse por un instante, sus ojos brillando con una luz rojiza antinatural. Sacudió la cabeza, intentando aferrarse a la realidad.
Cuando finalmente alcanzaron la puerta trasera, la encontraron sellada, como si hubiera sido tapiada desde el exterior. Liam maldijo, golpeando la madera inútilmente.
De repente, Leo soltó un grito agudo. Señalaba hacia una esquina de la cocina, donde antes solo había una pared vacía. Ahora, una mancha oscura, como de humedad, se extendía rápidamente, tomando la forma de una puerta. No una puerta física, sino un vacío en la pared, un portal a una oscuridad aún más profunda.
—Nos llama —dijo Leo, sus ojos vidriosos—. La casa tiene una nueva habitación para nosotros.