Recorro las calles de la ciudad mientras una torrencial lluvia cala mis huesos. El cabello se pega a mi rostro, la ropa me pesa y mi respiración es cada vez más agitada. Aumento la velocidad; quiero llegar rápido a mi pequeño apartamento al final de la calle. Mis pies duelen; muevo los dedos, intentando aliviarlo, pero el dolor persiste. Trago saliva.
—¿Elena, eres tú?
Alguien dice mi nombre a mi espalda; es una voz que no reconozco. Seguro le habla a otra persona. Acelero, desesperada. Ya está oscureciendo. Las farolas empiezan a encenderse, siendo la única luz en el camino solitario. Suena un trueno; el sonido es tan ensordecedor que siento que cayó a mi lado. Mi cuerpo tiembla, un grito apenas audible se escapa de mis labios; es apagado por el constante golpe de las gotas de agua contra el asfalto.
El viento gélido se cuela entre mi abrigo; tiemblo, esta vez de frío. Mis pasos son rápidos, inseguros. De repente, las ganas de correr se intensifican; un escalofrío me recorre la espalda. Hay ojos sobre mí, siento que alguien me observa. Volteo, solo hay oscuridad y sombras a mi espalda. Pero puedo jurar que sentí la mirada insistente. Las sigo sintiendo. No hay nada, ni siquiera un animal callejero.
—¿Elena? —dicen en mi oído.
Me trago un grito. Miro por encima de mis hombros; no hay más que sombras y charcos de agua. Mi corazón deja de latir por un segundo; luego, vuelve a retumbar de una manera tan fuerte que lo escucho en mis oídos. En algún momento dejé de sentir los dedos de mis manos; aprieto mi abrigo, pero no consigo ninguna sensación. Doy unos pasos; salgo de la oscuridad y me paro debajo de una farola que apenas está encendida; su luz es tenue, casi inexistente. Sigo aferrada a la tela. Miro el lugar detrás de mí; sigue sin haber nadie. La voz que susurró mi nombre se repite en mi cabeza; siento un nudo en el estómago, sé que puedo vomitar en cualquier momento. Miro, por última vez, para asegurarme. La farola se apaga, sumiendo todo en sombras; me sobresalto, gritando por lo bajo.
Trago saliva y vuelvo a tomar rumbo. Camino más rápido que antes, casi corriendo. A lo lejos escucho unos pasos; no presto atención. No aparto la mirada del frente; ya casi me acerco al final de la calle, faltan pocos metros. Los pasos se intensifican, van al mismo compás que los míos. Muevo mis ojos, frenéticos, a todos lados, buscando los causantes. Sigo estando sola en la calle. Cada vez los escucho más cerca; la sensación de ser observada vuelve a aparecer. Tiemblo, he olvidado el frío y la lluvia.
Necesito salir de aquí.
Mi boca se siente seca; trago saliva; la sensación persiste, aumenta. Mi respiración es frenética, llega a mis oídos, pero es sofocada por los latidos de mi corazón. Aumento el paso, intento no voltearme, me convenzo de que no hay nada. Solo es el ruido provocado por la lluvia.
Truena de nuevo, me sobresalto. Algo me toca el hombro y corro, chapoteo en los charcos de agua, miro a lo lejos mi pequeño edificio; cada vez estoy más cerca.
—Elena —el viento susurra.
Sé que no debo voltear, pero necesito saber qué hay detrás de mí, tengo que confirmarlo por última vez. Volteo solo un poco la cabeza; no hay nada, sigo estando sola.
No dejo de correr, no puedo hacerlo.
Siento a alguien detrás de mí, a unos pocos centímetros. Aumento la velocidad. Me muerdo el labio para no gritar. Empujo mis piernas con todas las fuerzas que poseo; el dolor en ellas se ha convertido en solo una simple molestia, una insignificante.
Halan mi abrigo, un ruido sordo se escapa de mis labios, no paro, sigo corriendo. Los pasos detrás de mí se multiplican; el ruido de ellos hace doler mis oídos, pero los ignoro. Ya casi llego.
Vuelven a tirar de mi ropa, esta vez con más fuerza. Tropiezo, amortiguo la caída con mis manos y rodillas; el dolor explota en mi cuerpo, lo sofoco tragando saliva. Intento pararme, pero algo agarra uno de mis pies. Unos dedos fríos y ásperos aprietan mi piel con fuerza. Me da unos pequeños tirones que me hacen caer por completo. Grito, pero no sale ningún ruido.
Ya ni siquiera respiro. Mi boca está entreabierta; el aire frío entra de manera superficial, apenas suficiente. Clavo las manos en el concreto de la acera, y me impulso hacia adelante, arrastrándome mientras la mano me hala. Retuerzo mis pies, lo golpeo con el que tengo libre hasta que me suelta.
Me pongo de pie a duras penas; mis manos están raspadas, al igual que mis rodillas, y todo el cuerpo me tiembla.
Huyo, cojeando.
—Elena.
Unas manos me agarran por los brazos, me retuerzo, buscando que me suelten, pero otras me agarran los hombros. Mi cabeza golpea el suelo; el olor metálico de la sangre golpea mis fosas nasales.
—¿Por qué huyes, Elena? —dice, una voz que penetra cada poro de mi piel—. No deberías correrme, Elena, tú misma me llamaste —susurra en mi oído, entre risas.
Intento pararme, pero las manos me aprisionan contra el suelo. Una me agarra la cabeza y la mantiene contra el piso. Siento la piel de mi mejilla rasparse con la dura superficie.
Un peso se coloca en mi espalda, haciendo aún más imposible mi huida. Dejo de respirar; el aire no entra.
—Elena —mi nombre entre sus labios me provoca arcadas, pero el peso encima de mí impide que algo salga de mi estómago.
Aprieto mis párpados; no sé cuánto tiempo pasa, pero no los vuelvo a abrir hasta que siento que me sueltan; mi espalda se siente liviana.
Me pongo de rodillas. Respiro, pero mi pecho arde. Doy la vuelta y me siento. Levanto la mirada. Mi corazón deja de latir. Una sombra se cierne sobre mí, no tiene rasgos, todo es difuso. Solo logro divisar unos fríos ojos azules que me miran; en ellos no encuentro nada, están vacíos.
—Huye, Elena, no te dejes atrapar.
Corro… tropiezo varias veces, pero no caigo. Cada vez estoy más cerca; miro detrás de mí entre cojeos. La sombra no se mueve, sigue ahí parada mirándome.
Editado: 22.10.2025