Un Alma Perruna

Capítulo 1: Cuatro Latidos

El callejón era oscuro, pero cálido. Bajo una manta vieja, entre cartones húmedos y bolsas rotas, cuatro cuerpecitos se apretaban contra el cuerpo de su madre. Uno era gris, otro blanco con manchas negras, el tercero marrón, y la más pequeña, de pelaje dorado, apenas se distinguía entre los demás. No veían. No oían del todo. Solo sentían: el calor, el latido y el olor de su madre.

Durante días, todo fue eso: calor y leche. La madre salía solo lo justo, cuando el hambre la obligaba. Siempre volvía. Lamía a cada uno con cuidado, los acomodaba con el hocico, los vigilaba mientras dormían. A veces se quedaba despierta toda la noche, con las orejas atentas a cualquier ruido.

Las semanas fueron pasando y los ojos de los cachorros se abrieron. Sus pequeñas patas ya podían sostener sus cuerpos y los juegos comenzaron: torpes, suaves, entre mordiscos y caídas. La dorada era la más pequeña, pero también la más inquieta. Se enredaba con sus hermanos, perseguía sombras, mordía hojas secas como si fueran presas.

La madre los observaba con una mezcla de cansancio y ternura. Ya no tenía tanta leche y tampoco dormía tanto. Pero seguía allí, cuidando de ellos.

Hasta que un día, no volvió.

Había salido temprano, como siempre. La dorada la vio alejarse entre los bultos del mercado, con el andar lento de quien ha vivido demasiado. Esperaron. El sol subió. El hambre llegó. La madre no regresó.

Los hermanos lloraban, la dorada no. Se quedó mirando la entrada del callejón, con las orejas bajas y el cuerpo tenso. Algo no estaba bien.

Al anochecer, salió. Caminó con torpeza, guiada por el olor que conocía mejor que ningún otro. La encontró en la calle, junto a un contenedor. Estaba acostada de lado, los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil.

La pequeña no entendía, entonces se acurrucó contra ella, como siempre. Le llevó un trozo de pan duro que había encontrado, lamió su hocico esperando una reacción... Pero nada ocurrió.

Pasaron las horas. La noche cayó con su aire frío, pero la pequeña no se movió. Se quedó allí, temblando, con la cabeza apoyada en el costado inmóvil de su madre. A veces, levantaba la mirada, esperando ver los ojos abrirse, la cola moverse, el suspiro de regreso. Pero no pasaba nada, solo el viento y el silencio.

Al amanecer, volvió al callejón. Sus hermanos estaban débiles. Uno ya no respiraba. Otro apenas se movía. La dorada se acurrucó junto a él, compartiendo el calor que aún le quedaba y le lamió las orejas, como había visto hacer a su madre. Pero no tenía leche ni fuerzas, solo tenía su cuerpo y su instinto.

Durante los días siguientes, iba y venía. Robaba sobras de los puestos, husmeaba entre bolsas, esquivaba pies y escobas. A veces encontraba algo: una cáscara, un trozo de pan, un hueso seco. Lo llevaba al callejón, lo dejaba junto a sus hermanos, aunque ya no comían, ya no abrían sus pequeños ojos.

Los empujaba con el hocico, como si pudiera despertarlos. A veces se quedaba quieta, observándolos, esperando que alguno se moviera. Pero el silencio era cada vez más largo. El rincón que antes estaba lleno de respiraciones y chillidos suaves ahora parecía detenido, como si el tiempo se hubiera quedado dormido con ellos.

Una tarde, al regresar con un pedazo de tortilla sucia entre los dientes, encontró al último de sus hermanos acostado de lado, con las patas estiradas. No se levantó cuando ella llegó. No gimió. No abrió los ojos.

La dorada se acercó despacio. Lo olfateó. Le lamió la frente. Luego se tumbó a su lado, como había hecho tantas veces antes, y cerró los ojos. No durmió, solo escuchó.

El viento que arrastraba papeles. El zumbido de una mosca. El crujido de una bolsa que se movía con la brisa. Y nada más.

Esa noche no volvió a salir. Se quedó en el callejón, sola, con los cuerpos de sus hermanos y el olor de su madre aún pegado al pelaje. No tenía hambre. No tenía frío. Solo un hueco extraño en el pecho, algo que no sabía cómo nombrar, pero que dolía.

Al día siguiente, cuando el sol asomó entre los techos, la dorada se levantó. Caminó hasta la entrada del callejón y miró hacia la calle. El mundo seguía allí: ruidoso, indiferente, lleno de pasos que no se detenían.

Ella dio un paso fuera, y luego otro.

No sabía qué buscaba. Pero algo dentro de ella, pequeño y terco, seguía empujándola hacia adelante.




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