Un Alma Perruna

Capítulo 2: Lo que quedó atrás

La calle era más grande de lo que imaginaba. El suelo no era cartón ni manta, sino cemento duro, caliente de día y helado por las noches. Los ruidos eran más fuertes, más cercanos. Voces, motores, pasos, gritos. Todo se movía demasiado rápido. Nadie se detenía.

La dorada caminaba sin saber a dónde ir. A veces se escondía bajo los bancos de una plaza, otras veces se acurrucaba detrás de los puestos del mercado, donde el olor a comida era tan fuerte que dolía. Aprendió a esperar. A observar. A no acercarse demasiado.

Una vez, una mujer le lanzó un trozo de pan. Otra, un niño intentó patearla. Ella no entendía por qué algunos humanos eran suaves y otros tan duros. Pero aprendía. Aprendía a distinguir los tonos de voz, los pasos que traían peligro, los que traían migajas. El hambre era constante. Un zumbido en el estómago que no se apagaba nunca. A veces encontraba algo: una cáscara, un hueso, un pedazo de fruta mordida. Lo comía rápido, antes de que otro perro más grande la viera. Aprendió a correr. A esconderse. A no mirar atrás.

Las noches eran peores. El frío se metía en los huesos, y el miedo se sentaba a su lado como un compañero silencioso. Buscaba rincones donde no llegara el viento, donde pudiera dormir sin sobresaltos. Pero siempre había algo: un trueno, un claxon, un portazo. Dormía poco. Soñaba menos.

A veces, sin darse cuenta, volvía a lugares que le recordaban al callejón. Un olor parecido, una manta tirada, un rincón con sombra. Se detenía, olfateaba, se quedaba un rato. Pero no encontraba nada. Solo vacío.

Una tarde, mientras husmeaba entre las bolsas de basura detrás de una panadería, escuchó un sonido distinto. No era un grito ni un motor. Era una voz suave. Una voz que no asustaba.

—¿Y tú de dónde saliste?

La dorada se quedó quieta. No entendía las palabras, pero algo en ese tono la hizo levantar la cabeza. Frente a ella, una mujer joven la miraba con los ojos entrecerrados y una bolsa de pan en la mano.

La perrita dio un paso atrás. La mujer se agachó, sin dejar de hablarle.

—Tranquila… no voy a hacerte daño.

La dorada no se acercó. Pero tampoco huyó, y por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo.

La dorada no se movió. Tenía las patas tensas, listas para correr si algo cambiaba. Pero la mujer no se acercó. Solo se quedó allí, agachada, con la bolsa de pan en la mano y los ojos entrecerrados, como si intentara entender algo más allá del pelaje sucio y los huesos marcados.

—Debes tener hambre —dijo, y sacó un trozo de pan suave, aún tibio.

Lo dejó en el suelo, a unos pasos de distancia, y retrocedió. La dorada no se acercó de inmediato. Olfateó el aire. El pan olía distinto a lo que solía encontrar en la basura: no tenía moho, ni grasa rancia, ni tierra. Solo harina, calor y algo dulce.

Dio un paso. Luego otro. La mujer no se movió. Cuando estuvo lo bastante cerca, tomó el pan entre los dientes y se alejó corriendo, sin mirar atrás.

Esa noche, durmió bajo una banca, con el estómago un poco menos vacío y el pan aún tibio en la memoria.

Al día siguiente, volvió al mismo lugar. No sabía por qué. Tal vez por el olor. Tal vez por la voz. Tal vez porque, por un momento, no se sintió invisible.

La mujer estaba allí otra vez. Esta vez no traía pan, pero se agachó igual.

—Hola, chiquita. Pensé que no volverías.

La dorada se quedó a unos metros. No se acercó. Pero tampoco huyó.

Durante los días siguientes, se repitió el mismo ritual. La mujer llegaba, hablaba, dejaba algo de comida, y esperaba. A veces era pan. Otras, arroz con pollo. Una vez, un trozo de salchicha que la dorada devoró sin respirar.

Poco a poco, la distancia entre ellas se fue acortando. Primero, la dorada se acercaba solo cuando la mujer se iba. Luego, cuando aún estaba cerca. Después, se atrevió a comer con ella a unos pasos. Y un día, sin pensarlo, se dejó tocar.

Fue apenas un roce. Una mano tibia en la cabeza, suave, sin apretar. La dorada se quedó quieta, con el cuerpo tenso, pero no se apartó. La mujer sonrió.

—Eres tan bonita… ¿Dónde está tu familia?

La dorada no entendía las palabras, pero algo en la voz le resultaba familiar.

No como un recuerdo, sino como una sensación: el tipo de calor que no viene del cuerpo, sino de estar a salvo. No era su madre, ni sus hermanos, pero había algo en esa presencia que no dolía.

Desde entonces, empezó a buscarla. No siempre sabía la hora exacta, pero su cuerpo aprendió a reconocer el momento. Cuando el sol bajaba y las sombras se alargaban sobre la acera, la dorada se acercaba al callejón de la panadería y se sentaba, con las orejas atentas y la cola enroscada sobre las patas. A veces la mujer tardaba. A veces no venía. Pero ella esperaba igual.

Una tarde, la mujer llegó con una caja de cartón, una manta doblada y un cuenco con agua limpia. No dijo nada. Solo se sentó cerca, como siempre, y dejó que la dorada se acercara a su ritmo. La perrita olfateó la manta, bebió del cuenco y se tumbó dentro de la caja. No era suave, ni cálida, pero estaba seca. Y la mujer seguía allí.

—¿Te gustaría venir conmigo?

La dorada levantó la cabeza. No entendía, pero la voz era la misma. La mujer sacó una correa roja del bolso. No la forzó. Solo la dejó caer suavemente sobre el suelo, como si no tuviera prisa.

La dorada lo pensó un momento. Se acercó, olfateó la correa, y dejó que se la pusiera.

La mujer la acarició detrás de las orejas.

—Vamos a casa.

Y esta vez, cuando caminaron juntas por la acera, nadie la miró raro y nadie la espantó.




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