Un Alma Perruna

Capítulo 3: Primera Noche Bajo un Techo

El aire olía a cosas nuevas: madera, tela limpia, algo dulce que no sabía nombrar. No había restos de comida, ni humedad, ni otros animales. Todo estaba seco, ordenado, desconocido.

La dorada caminaba con cautela. El suelo era liso y frío, y sus uñas hacían un sonido seco al tocarlo. No encontraba rincones donde esconderse ni sombras que la cubrieran. Cada paso la hacía sentirse más expuesta.

La mujer cerró la puerta con suavidad. La perrita se giró, alerta, pero no hubo gritos ni movimientos bruscos. Solo el sonido de la cerradura y luego silencio.

La mujer dejó la correa sobre una silla y se agachó para quitarle algo del lomo. Luego se incorporó y desapareció en otra habitación. La dorada se quedó quieta, sin saber si debía seguirla o quedarse donde estaba. Poco después, la mujer volvió con dos cuencos. Uno con agua fresca. El otro con trozos de carne. Los dejó en el suelo, a una distancia prudente, y se sentó cerca, sin hablar.

La dorada olfateó el aire. La comida era distinta a lo que encontraba en la calle. No estaba rancia ni mezclada con tierra. Se acercó despacio, con la cabeza baja, y comió sin levantar la vista. Cuando terminó, se sentó junto al cuenco vacío, sin saber qué hacer. La mujer no se movía. Solo la observaba, tranquila.

Más tarde, cuando la casa se oscureció, la dorada buscó un lugar donde acostarse. Encontró un espacio bajo una mesa y se acurrucó allí. No era cálido, pero al menos estaba seco. No había viento. No había otros cuerpos. Solo ella.

No durmió.

El silencio era extraño. No había motores, ni pasos, ni respiraciones cerca. Se levantó varias veces durante la noche. Caminó hasta la puerta, la olfateó, volvió a su rincón. No entendía si estaba encerrada o protegida. No sabía si esto era algo bueno. Al amanecer, la mujer apareció con una manta doblada. La extendió en el suelo, cerca de la mesa, y se sentó a su lado. No dijo nada. No intentó tocarla.

La dorada la miró. Luego se acercó, despacio, y se tumbó sobre la manta. No por confianza. No por cariño. Solo porque estaba cansada, y el suelo era duro.

No era su hogar. No todavía. Pero por primera vez, no tenía que correr.

La dorada seguía despierta cuando escuchó el sonido de una llave en la puerta. Se incorporó de golpe, con las orejas erguidas y el cuerpo tenso. La puerta se abrió y un hombre entró, cargando una mochila y una chaqueta mojada.

Se detuvo al verla.

—¿Qué es eso?

Anna apareció desde la cocina, secándose las manos con un trapo.

—Una perrita. La encontré hace unos días. Estaba sola.

El hombre dejó la mochila en el suelo y se quitó los zapatos sin dejar de mirar al animal.

—¿Y la trajiste aquí?

—Sí.

Hubo un silencio breve. No era una pelea. Tampoco una conversación cómoda. Solo dos personas que ya no se sorprendían de no estar de acuerdo.

—¿Y qué vas a hacer con ella? —preguntó él, sin levantar la voz.

—No lo sé todavía. Pero no iba a dejarla allá.

La dorada no entendía las palabras, pero sí los tonos. El del hombre era seco, sin intención de acercarse. El de Anna era suave y sin fuerzas. Como si ya supiera que no iba a convencer a nadie, y aun así lo intentara.

El hombre la miró un momento más. Luego se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras. Pero no quiero ver mierda por toda la casa.

Anna no respondió. Solo se agachó junto a la manta donde la dorada había vuelto a acostarse. Le pasó una mano por el lomo, despacio, sin mirarla a los ojos.

El hombre fue a la habitación del fondo y cerró la puerta. No con fuerza, pero sí con cansancio.

La dorada no se movió. No entendía lo que había pasado, pero el ambiente había cambiado. El aire estaba más tenso. Anna se quedó sentada un rato más, en silencio, con la mano apoyada sobre la manta.

—No te preocupes —murmuró, sin mirando a la nada—. No es contigo.

La dorada parpadeó lento. No sabía qué significaban esas palabras. Pero la voz de Anna seguía siendo la misma. Y por ahora, eso bastaba

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