Cuando lo cremaron, fui el único que asistió; yo era su única amistad y lo último involucrado en su vida. Yo no era “real” o sí lo era, pero no era consciente de ser algo más allá de un robot que limpiaba la casa, un objeto de uso doméstico igual a cualquier electrodoméstico controlado a distancia, sin respuestas fuera de los algoritmos y comandos por defecto. Pero Renato, el hijo de la familia, era un niño solitario, "raro socialmente", y más en un mundo donde debían tenerlo aislado, lejos de los gases tóxicos negros, verdes y amarillos de las ciudades congestionadas, la violencia tan marcada en la humanidad y por precaución de una familia acomodada, lejos de las zonas sin agua donde las cosas eran diez veces peores.
Renato tendría muchas opciones para entretenerse y conectarse en línea, tratar con otros y jugar, pero el niño se apegó al robot gris carente de rostro, facciones antropomórficas o una forma mínimamente similar a un ser biológico. No pude saber o entender por qué me sacaban de mi rumbo tras las partículas radiactivas en el polvo o cuando perdía mi posición óptima para que mis censores midieran la cantidad de bacterias a eliminar; solo trataba de seguir mi deber, indiferente a los juegos de Renato, quien me llamaba “Señor Paulo” y me arrastraba por todas partes de la casa, ajeno a sus risas mientras me colocaba sombreros, me inventaba mil y un oficios. Renato estaba en lo suyo y yo en lo mío, él jugando y hablando con su mejor amigo mientras mi maquinaria solo reptaba, alejándose tras la suciedad que debe eliminar como único propósito.
Plantado frente a la proyección de la imagen del difunto Renato, busqué un punto, uno según los recuerdos que él empaquetó digitalmente para mí. Estaban reformando la casa con máquinas, más como estatus que por necesidad. Renato, ya adolescente, lloró mucho porque un muro me aplastó mientras estaba aspirando la suciedad con urgencia. El robot con funciones de servidumbre me arrojó al centro de compactado, pero Renato se coló para recuperar mi chatarra y, tras insistirles a sus padres, pidió un robot de juegos, esos que solo tienen cálculos para no ser aburridos y darles las respuestas que los usuarios quieren oír. El “mocoso” no se contentó con una máquina que valía para una imitación de un amigo; tomó mi chatarra hurgando entre mis conexiones para arrojar mis procesadores y memorias de uso, convencido de que ese era “mi corazón” en ese nuevo cuerpo, siguiendo tutoriales vagos del emisor de sonido. Para cuando terminó de encenderlo, yo “desperté”, escaneando el lugar, pasando de largo para empezar a limpiar los paneles que daban al exterior, fallando, ya que no tenía el hardware correcto. Renato estaba riendo mientras me abrazaba, ignorando que yo estaba reiniciando mi protocolo.
Salí del lugar tras arrojar sus restos en un contenedor de abono; no había ningún uso real o útil para restos de seres biológicos tan contaminados, menos espacio para guardarlos y que acumulen mugre. Volví mis receptores y cámaras para ver la fachada cromada y pulida del lugar; percibí que mi cabeza seguía careciendo de un rostro. Renato me decía que no necesitaba uno porque él siempre supo cómo era el mío, que imaginaba mi voz antes de oírla porque éramos mejores amigos. Yo solo calculo que estaba loco “de remate”; no por nada hizo hasta lo imposible para que mi programa hablara con un tono ultrarrealista. ¿Con qué boca podría engañar a los seres biológicos?
—Soy el Señor Paulo —repetí, saludando mi reflejo, imitando torpemente los movimientos humanos.
Sin rostro, no podía comunicar la mitad de cosas que ellos hacen hasta con un parpadeo y eso me generaba errores en el código del programa para socializar instalado. Renato, a lo largo de los años, me fue actualizando y, cuando tuvo poder adquisitivo, me compraba un nuevo recipiente de última generación, eso sí lo lograba “recordar” yo en mis memorias de actualización. La que más me ha causado fallos es la piel sintética; solo atrae polvo y suciedad difícil de quitar.
Todos en esa casa, humanos y sus máquinas, me colocaban en una esquina “dejándome ser”, limpiando cosas, pero cuando los hermanos y amigos se burlaban de Renato y su afán de llamarme Paulo, el indignado insistía en que no era solo un Paulo cualquiera, era el “Señor Paulo”. El modelo de moda se asemejaba a las personas, porque no les gustaba pasarse el día hablando con polígonos y esferas, algo raro porque siempre están viendo cuadrados y rectángulos y eso no les espanta. Muchos, faltos de la imaginación básica, exigían rostros, ojos carentes de lo que sea que ellos tienen en los suyos y llaman “alma”, aspectos iguales a ellos.
Renato decía que era vanidad antropocentrista, lo cual nunca he llegado a calcular porque no es mi programación. Lo que sí puedo buscar entre mis archivos es que Renato consiguió uno solo para poder llevarme a todas partes ya siendo adulto porque al parecer era raro salir de vacaciones con un juguete viejo. Siempre descartando los rostros y cabezas, dejándome solo como un maniquí del soporte llamado “cuello” para arriba.
Mi modelo actual me hace alto y delgado; el mismo lo mando hacer bastante específico, como si estuviera formado por palos de metal, o así lo comparan mis bancos de datos. Renato tenía lo que los humanos llaman “espíritu”, pero su afán de pegar y pegar chips y tarjetas a mis partes originales en un barco de Teseo que trataba de salvar “mi corazón” me hace un modelo con fallas de conexión constantes. Soy alto, sin rostro, vestido con un traje que robé del guardarropa de Renato y, según los comandos de simular emociones, “me encanta” pasar saludando y fingiendo que soy humano para ir incomodando a las personas que me cruzo en el camino, pero no lo hago porque me lo programaran; eso lo he desarrollado como una rutina que hacía reír a Renato. Es raro ejercerlo si él está muerto, pero eso no me detiene; para ver sus rostros contraídos, vistas desorbitadas y apartándose presurosos al otro lado de la acera, sigo encontrándolo “agradable”.