Santiago tenía 4 años y su risa iluminaba la casa. Vivía con sus dos papás: Julián, el paciente y soñador ecuatoriano, y Mateo, el colombiano más tierno y protector del mundo.
Julián le enseñaba a imaginar, le hablaba de las montañas de Tulcán y de los cuentos andinos. Mateo le enseñaba a cocinar, a abrazar sin miedo, y a llorar cuando fuera necesario.
Un día en el jardín del barrio, Santiago cayó y se raspó. Mateo lo levantó mientras Julián le decía:
—Hijo, no importa si lloras, lo importante es levantarse.
Mateo le enseñó a Santiago a leer con paciencia. Julián le enseñó a escribir con pasión. Los tres eran un equipo. La casa estaba llena de dibujos, fotos, y esa energía que solo tienen los hogares con amor real.
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Editado: 27.07.2025