La noche caía lentamente sobre Pasto, envolviendo la ciudad en un aire frío y silencioso. En casa de Julián Jr., el más joven de los hermanos de Julián Esteban y hijo de Julián Esteban, se sentía una tensión ligera pero constante. A sus 30 años, aún no había formado una familia, y aunque sus hermanas solían bromear con él sobre eso, lo cierto es que no era un tema fácil para él.
Liliana, su hermana de 34 años, había ido esa tarde a visitarlo. Ella era independiente, con carácter fuerte, y aunque parecía siempre tener todo bajo control, guardaba también sus propias inseguridades.
—¿Has pensado en mudarte a Medellín como Eva? —preguntó Liliana, cruzando las piernas mientras tomaba una taza de café.
—No —respondió Julián Jr., con una sonrisa suave—. Medellín es muy bonita, pero esta casa me conecta con papá... con mamá. Me da algo de paz.
Liliana asintió. También la golpeaba de vez en cuando la ausencia de su madre. Había muerto hacía ya varios años, pero en días como ese, cualquier conversación familiar la traía de vuelta.
—¿Y tú? —preguntó él—. ¿Sigues conociendo gente o ya cerraste el corazón como David?
Liliana soltó una risa breve.
—David no lo tiene cerrado, solo mal organizado —respondió divertida—. Y yo… yo estoy bien sola. Aunque no niego que a veces siento que falta algo.
En ese mismo momento, David, el hermano de Isabella e hijo menor de María Paz y Luisa, caminaba por la plaza de Nariño con su chaqueta puesta hasta el cuello. A sus 33 años, era un hombre reservado, creativo, y con una extraña habilidad para ver lo que los demás no notaban. Su teléfono vibró: era Isabella.
—¿Y ahora qué hice? —dijo para sí mismo antes de contestar.
—¡David! ¿Dónde estás? —preguntó ella—. Mamá quiere que vengas mañana a cenar. Y trae algo decente, por favor, no vengas con ese abrigo viejo.
—Te saludo con cariño también, Isa —respondió él con sarcasmo—. Está bien, iré… pero solo si hay lasaña.
—Va a haber, tonto. Mamá te ama demasiado.
En otro rincón de la ciudad, Valentina y Nicolás, los hijos adolescentes de Isabella, estaban en su propia burbuja. Ella, con 16 años, ya comenzaba a vivir el despertar de las emociones adolescentes. Nicolás, de 14, era más callado, más introspectivo, pero muy leal a su hermana. Esa noche, mientras hacían tareas juntos, Valentina le preguntó:
—¿Crees que el amor dure para siempre?
Nicolás levantó la vista, sorprendido.
—¿El de los abuelos? ¿El de papá y mamá? ¿O el tuyo con ese pelado que te gusta?
Valentina lo miró seria.
—No sé si me gusta. Solo digo… ¿será posible? Amar tanto, como lo hicieron Mariana y Cristian… o Julián y Mateo.
Nicolás suspiró.
—Supongo que sí. Pero solo si uno se arriesga.
Valentina quedó en silencio. Quizá su hermano tenía razón. Quizá amar era eso: una decisión valiente.
Y mientras todos vivían sus propias dudas y decisiones, Mariana, desde la mecedora en el porche de su casa, veía las estrellas. A su lado, Cristian le tomaba la mano.
—¿Estás cansada? —preguntó él con dulzura.
—No —respondió ella—. Estoy agradecida.
—¿Por qué?
—Porque el amor sigue… —dijo Mariana—. Aunque cambien los tiempos, aunque vengan dolores… sigue vivo en ellos.
Cristian sonrió. El legado seguía.
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