Después del descubrimiento devastador, Isabella sentía que el mundo había perdido sus colores. La infidelidad de Emmanuel no solo le rompió el corazón, sino que derrumbó años de confianza, sacrificios y sueños compartidos. Durante semanas, apenas salía de casa. El silencio era su única compañía, y el eco de los recuerdos la atormentaba.
Pero su familia no la dejó sola.
Una tarde, mientras la lluvia golpeaba las ventanas de su habitación en Bogotá, Eva y David tocaron la puerta. Isabella apenas levantó la mirada, pero ellos no se movieron.
—Prima… —dijo Eva, sentándose a su lado—. No vinimos a juzgarte ni a obligarte a hablar. Solo queremos estar contigo.
David sacó de su mochila una vieja caja con fotos.
—Mira esto —dijo mostrándole una imagen donde salía ella con su tío Julián Esteban y sus abuelos Mariana y Cristian —. Esto es lo que tú eres. Una mujer fuerte, con historia, con raíces.
Isabella lloró en silencio. Aquellas fotos le recordaban quién había sido antes de Emmanuel, y lo mucho que había perdido de sí misma por entregarse entera.
Al día siguiente, salió por primera vez en semanas. Fue a casa de su Tío, Julián Esteban, y allí la esperaba una sorpresa. Su Tío le había preparado una comida especial, igual a la que Mateo y Julián solían cocinar hace muchos años cuando algo estaba mal en casa: locro de papa con aguacate y jugo de mora.
—Aquí no se llora sola —dijo Julián Esteban con su tono sereno—. Aquí, si uno cae… lo levantamos todos.
—¿Y si ya no sé quién soy sin él?
—Entonces empieza a recordarlo, sobrina —le dijo Julián Esteban—. Y si no te acuerdas, nosotros te lo contamos.
Esa noche, Isabella decidió que su historia no iba a terminar en una traición. Volvió a sonreír, aunque fuera leve. Volvió a escribir en su cuaderno. Y volvió a mirar el futuro con la esperanza de que el amor que aún tenía —por ella misma, por sus hijos, por su familia— sería suficiente para reconstruirse.
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