Los días pasaban y aunque Isabella intentaba recomponerse, algo seguía latiendo con fuerza dentro de ella: una necesidad de sanar de raíz, no solo con palabras, sino con acción. Una tarde, mientras veía las fotos antiguas del árbol genealógico de su familia , sus ojos se detuvieron en un lugar: una casa que estaba ubicada en Pasto, donde Julián y Mateo vivieron con su hijo Santiago en los primeros años de familia.
—¿Y si vuelvo allá? —se preguntó en voz alta.
Consultó con Julián Esteban, su tío, quien de inmediato le ofreció las llaves. La finca había sido cuidada por generaciones, y aunque nadie vivía ahí desde hacía años, todo estaba intacto.
—Ese lugar fue el primer refugio de nuestra familia, Isa —le dijo su tío con voz pausada—. Allá no solo se sembró comida, se sembró amor… del que resiste, del que reconstruye.
Isabella viajó sola. Llegó a Pasto con una maleta ligera, pero el corazón lleno de peso. Al llegar, se quedó pasmada al ver el viejo columpio de madera, el árbol que Julián y Mateo plantaron cuando nació Santiago, y la cabaña con los mismos ventanales grandes que daban al cielo andino.
Allí, comenzó a escribir de nuevo. Se sentaba cada tarde en la hamaca frente a los girasoles, con un cuaderno viejo que encontró entre las cosas guardadas. Lo que escribió no eran cartas de dolor, sino de agradecimiento. A sí misma. A la historia que la trajo hasta ahí.
Una tarde, en medio del silencio del campo, llegó una visita inesperada: Eva.
—No podía dejarte sola en este cierre de ciclo —le dijo con una sonrisa suave.
Eva la acompañó durante unos días. Ambas compartieron largas caminatas, cosecharon maíz, y leyeron cartas antiguas de Julián a Mateo, que estaban guardadas en una caja bajo una tabla del piso.
—¿Sabes? —dijo Eva una noche frente al fuego—. Creo que estás lista para comenzar tu nueva vida… pero esta vez con vos misma como centro.
Isabella asintió. Por primera vez, no lloró. Sonrió.
Antes de volver a Bogotá, dejó un papel clavado en el árbol de los girasoles. Decía:
> “Aquí se sembró el amor de una gran generación de la cual provengo yo. Aquí aprendí a sembrar el mío.
Gracias, Julián. Gracias, Mateo. Yo también aprendí a amar sin miedo.”
Y con eso, Isabella emprendió el regreso. Ya no como una mujer rota, sino como una mujer despierta.
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