Tras un instante suspendido y denso, cargado de todos los sentimientos no dichos, que se sintió como si hubiésemos detenido el universo entero por una eternidad, finalmente encontré mi voz. Parecía venir de muy lejos, de un lugar recién descubierto en mi interior, un sitio que yo no conocía hasta ese momento. Mi voz era el mapa inestable de mi alma.
—Yo también lo siento —respondí, con la voz apenas audible, apenas un aliento que vibró en el aire quieto—. Desde hace mucho tiempo que lo siento, una sensación constante y subterránea, pero tenía mucho miedo, un miedo paralizante de que mi confesión fuera un error terrible y que, al revelar este amor, provocara que nuestra hermosa e inusual relación se rompiera y se desvaneciera por completo, dejándonos sin nada.
Mis palabras emergieron temblorosas, casi en un susurro miedoso, una rendición. Pero al nombrar el sentimiento, al darle forma concreta, sentí que una carga enorme, pesada y largamente cargada, abandonaba mi pecho de forma inmediata. Fue una liberación física, como soltar una mochila llena de piedras. Sus ojos, que un segundo antes habían estado llenos de un nerviosismo vulnerable y de la incertidumbre de la espera, brillaron como nunca, con una luz limpia y absoluta, la más clara y sincera que le había visto. En ese instante, subió el sol en el cielo, supe con una certeza que nunca antes había poseído, que todo el camino recorrido había valido la pena: cada duda que me había quitado el sueño, cada mirada robada en clase que me hacía sentir culpable, la lenta espera y la angustia sorda por no saber. Todo nos había traído aquí.
Nos sonreímos con la complicidad absoluta de dos complices que, por fin, dejaban de ocultarse un secreto profundo. La felicidad era tan grande, tan desbordante, que nos bastó una sola mirada para entendernos. Sin necesidad de más palabras, simplemente nos acercamos y nos abrazamos. Fue un abrazo distinto, total, que sellaba el pacto. El mundo exterior, con el sonido metálico del timbre y las risas de otras personas, continuó su marcha, pero que para nosotros, en aquel rincón tranquilo del patio, el tiempo se congeló en un instante perfecto y tangible.
Él me protegía con una devoción tangible, no como un escudo, sino como un compañero incondicional. Me miraba constantemente con una profundidad serena, como si mi figura fuese el punto de equilibrio en el caos de su propia vida, y me abrazaba con la calidez inmensa de quien sabe que ha encontrado su lugar. Su amor se manifestaba en los detalles: en la paciencia silenciosa con la que escuchaba mis análisis excesivos sobre el futuro: un eco de mi propia ansiedad, en el cuidado con que elegía sus palabras para no herir mis inseguridades, y en la forma automática y natural en que su mano, cálida y fuerte, buscaba la mía bajo la mesa de la cantina, dándome una seguridad eléctrica.
Cada mañana despertaba y se sentía luminosa, no por magia, sino por la firmeza de nuestro vínculo. Éramos inseparables, unidos por una fuerza gravitatoria suave, dos personas que navegaban por las corrientes cambiantes de la adolescencia. Había encontrado mi conexión más profunda, mi ancla en la tormenta, mi pilar de verdad, junto a él: Alex... o al menos, eso era lo que sentía en la perfección relativa de ese presente compartido. Y la pregunta que antes era de duda ansiosa, ahora se transformaba en un pensamiento tranquilo y reflexivo: ¿Sería este amor el destino final o el motor que me impulsaría a la siguiente gran etapa de mi vida, la preparación para mi yo adulto? No lo sabía. Pero sí sabía que esta conexión era valiosa, compleja, y profundamente real, y yo estaba lista para enfrentar cualquier futuro, siempre y cuando fuera con él a mi lado, caminando en la luz suave de esa nueva certeza.