Un Amor Contra El Destino

Capítulo 8 —El.... ?

Un día como cualquiera, al salir de la Universidad, la fuerza que me llamaba ya no era un murmullo distante; se había convertido en un susurro físico y denso, una presión ineludible en el aire a mi izquierda que vibraba con una frecuencia hipnótica en mis oídos internos. Dejó de ser una simple vibración para convertirse en un llamado directo y personal.

—Ven aquí, por aquí —dijo una voz que carecía de timbre humano, sonando a la vez como una campana de cristal lejana y el eco atemporal en una caverna de hielo. Su energía, sin embargo, me envolvió con una familiaridad profunda y nostálgica, como el recuerdo de una casa que nunca tuve pero que siempre había añorado en el fondo de mi corazón.

Este era el momento que había estado esperando con una mezcla agridulce de terror electrizante y anhelo liberador.

Me giré hacia el callejón, un espacio olvidado entre la librería y una vieja tintorería. La luz, antes tenue, vibraba ahora con una intensidad palpable y con colores que no pertenecían a nuestro espectro, tonalidades que sentía que no existían en la Tierra: azules eléctricos que parecían contener tormentas internas, dorados líquidos que se movían con la lentitud del metal fundido, y violetas imposibles que desafiaban la vista, pintando un portal giratorio justo donde antes solo había sombras. Avancé hacia ese brillo hermoso, hipnótico y tentador, y estiré la mano con lentitud, como si temiera romper una burbuja de jabón cósmico.

Al contacto, mi extremidad traspasó la luz con la suavidad de un velo fino y tibio. La sensación era similar a sumergirse en una corriente de agua tibia que me abrazaba, una relajación profunda y total que se extendía por cada célula de mi cuerpo, un alivio que jamás había conocido, una ausencia total de peso y duda.

Cerré los ojos para absorber por completa esa sensación de ingravidez. Mi mente se llenó de un caleidoscopio enloquecido de luces y sombras en movimiento constante, un espectáculo mudo pero saturado de información sensorial, como el reflejo magnificado de un sol de otro mundo capturado en mis párpados. Sentí el tiempo distorsionarse, estirándose en un instante infinito. De repente, la sensación se detuvo. Abrí los ojos, y caí con delicadeza sobre algo que era suave como la lana más fina, ligero como el algodón y esponjoso al tacto, que parecía amortiguar mi caída con intención.

Abrí los ojos y lo vi. Me encontré con una figura alta y esbelta. Su piel morena y pulcra contrastaba con el intenso rojo encendido de su cabello, grueso y desordenado por un viento invisible. Sus ojos, de un profundo verde marino, irradiaban una confianza serena y un conocimiento que parecía datar del inicio del tiempo. Su cuerpo, musculoso, alto y erguido, denotaba una autoridad tranquila, una fuerza contenida que no necesitaba de gestos bruscos. Solo con mirarlo, sentí una calma absoluta, un anclaje que parecía haber sido parte de mí desde siempre.

Extendió la mano hacia mí con una naturalidad que me desarmó. Al tomarla, un calor seco y familiar se disparó a través de mi ser. Su tacto era extraño: no parecía del todo un cuerpo humano. Su textura era suave y cálida, sin ninguna cicatriz o imperfección que denotara vida terrestre, era como tocar algo que no estaba, pero que se veía con una claridad perfecta.

El espacio a nuestro alrededor se transformó: nos encontramos en un balcón flotante, hecho de piedra pálida que parecía respirar luz desde su interior. A lo lejos, se dibujaban las Tanzis, tal como las había soñado: castillos etéreos de formas cónicas y plateadas bajo un cielo de tonos cambiantes que iban del amatista al jade. Era todo lo que estuve soñando durante días, incluso semanas, magnificado y real. Una sensación de libertad me invadió, una expansión del alma, y por primera vez, mi mente dejó de girar en el exceso de análisis que definía mi vida normal.

—No estarás sola —me dijo, su voz resonando con un eco sutil—. Yo estaré a tu lado.

—Tengo a alguien allá —confesé, la verdad me quemó la garganta. La imagen de mi pareja y su rostro conocido chocó con la realidad de ese hombre de cabello rojo.

Su sonrisa se mantuvo inalterable, pero sus ojos reflejaron un peso silencioso de compasión.

—Aquí no te pido que reniegues del amor que sientes. Solo que escuches y que elijas con la verdad por delante. Yo soy tu Guía.

Me asusté tanto que, sin dudarlo dos veces, busqué la salida. Volví a mi mundo por donde había regresado, lo único que el portal había cambiado su lugar, pero al hallarlo salí de inmediato, sin mirar atrás, volviendo a la gris familiaridad de la calle.

Y luego de tanto pensarlo y analizar la situación, regresé. Lo hice una y otra vez, hasta adaptarme al lugar, cruzando tantas veces como mi vida lo permitió.

En la Grieta, osea en este mundo, el tiempo era lento, no transcurria como en el mundo terrenal, era como si no existiera. Habían flores que eran memoria líquida, gotas brillantes que se sostenían en tallos de cristal, mostrando recuerdos al tocarlas: yo de niña jugando en una plaza en los columpios, Mateo dándome su goma de borrar, mi madre llamándome para cenar, entre muchos más momentos triviales de mi vida. Pero hubo una en particular, una de esas flores de un tono violeta profundo, me mostró el enlace del meñique del Guía y el mío, en una playa etérea de arena blanca y agua luminiscente, una promesa que mi mente consciente no recordaba haber hecho.

Antes de que pudiera decir algo, el Guía me interrumpió, como si leyera la pregunta que se formaba en mi mente:

—Lo sabrás todo cuando sea el momento, por ahora, sin preguntas —me dijo con su voz cálida y dulce que me transmitía una calma que se esparcía por todo mi ser.

—Está bien —respondí, con la duda e intriga punzando al no saber por qué no era el momento y qué era exactamente lo que ignoraba.

—Es hora que regreses a tu hogar, tu compañero te deberá estar esperando.

Y sin decir más, me despedí del Guía con un abrazo seco. El calor de su piel era el único ancla antes de entrar en la luz giratoria. Me sumergí de nuevo en el portal, sabiendo que la separación era temporal, pero que cada cruce hacía la mentira de mi vida normal más pesada e insostenible.




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