Un Amor Contra El Destino

Capítulo 29 __¿Realmente soy humana? Tantas preguntas locas...

Los días empezaron a perder forma.

No era que pasaran lento ni rápido, era otra cosa: se superponían. A veces me despertaba convencida de que ya había vivido esa mañana. Otras, me encontraba a mitad de una acción —lavándome las manos, cerrando una puerta— sin recordar haber empezado.

Él seguía ahí. Presente. Atento. Pero había momentos en los que lo miraba y sentía una distancia mínima, casi imperceptible, como si estuviéramos parados en tiempos apenas distintos; nada lo suficientemente grave como para decirlo en voz alta, pero demasiado constante para ignorarlo.

El embarazo avanzaba y mi cuerpo ya no daba tregua. El peso era real, físico, indiscutible. La espalda ardía. Las piernas se hinchaban al final del día. Dormir se volvió un ejercicio de paciencia: encontrar una posición, perderla, volver a empezar. A veces me despertaba empapada en sudor, con el corazón acelerado, sin motivo claro.

—¿Te duele algo? —me preguntaba él, apenas notaba mi respiración agitada.

—No… es solo cansancio.

Siempre era “solo” algo.

La obstetra decía que todo estaba bien. Los estudios salían bien. Los latidos eran fuertes, regulares. Demasiado regulares, pensé una vez, y enseguida me reprendí por pensar estupideces.

Pero había cosas que no entraban en ningún informe médico.

Como esa sensación persistente de estar siendo observada, incluso cuando estaba sola. No desde afuera. Desde adentro.

O la forma en que los movimientos dentro de la panza parecían reaccionar a mis pensamientos. No a mis emociones evidentes —no al miedo, no a la alegría— sino a algo más profundo. Ideas fugaces. Recuerdos borrosos. Intenciones que no llegaban a formularse del todo.

Un día, sin darme cuenta, dejé caer un plato. El ruido fue seco, abrupto. El plato no se rompió, rebotó una vez en el piso y quedó intacto.

Me quedé mirándolo, confundida.

—Qué raro —murmuré, luego pensando que seguro era noormal —a veces esas cosas pasaban—.

Él lo levantó, lo revisó, se encogió de hombros.

—Buena calidad.

Sonreí. Pero sentí un frío breve recorrerme la espalda.

Esa noche soñé con una habitación blanca.

No era la nuestra. No era ningún lugar que reconociera. No había muebles, ni ventanas visibles, solo una luz uniforme, sin sombra. Yo estaba de pie en el centro, con la sensación incómoda de no estar sola.

—Todavía no —dije, igual que aquella tarde con la ropa doblada.

Esta vez, alguien respondió.

No con palabras. Con una presión en el aire, como si el espacio mismo se cerrara apenas.

Me desperté con la garganta seca y una certeza inquietante: ese sueño no había sido nuevo. Lo había tenido antes. No sabía cuándo. No sabía por qué. Pero lo supe con una claridad que me dejó temblando.

Empecé a prestar atención a los detalles que antes dejaba pasar.

A la forma en que la casa reaccionaba a mis estados de ánimo. A cómo los objetos parecían resistirse cuando estaba alterada y colaborar cuando me calmaba. A cómo él, sin darse cuenta, evitaba ciertos temas, ciertas preguntas, como si algo en él también intuyera un límite.

Una tarde, mientras organizábamos papeles en el escritorio, encontré una carpeta vieja. No la reconocí.

—¿Esto qué es? —pregunté.

Él frunció el ceño.

—No sé… ¿no era tuya?

La abrí. Estaba vacía. Literalmente vacía. Ninguna hoja, ningún separador. Solo la tapa y el lomo gastado, como si hubiera sido usada durante mucho tiempo.

La cerré despacio.

—Qué raro.

—Habremos guardado algo y después lo sacamos.

Asentí. Pero al tocarla, sentí ese mismo reconocimiento incómodo. Como con los sueños. Como con ciertas sensaciones.

Como con ellos.

Los movimientos dentro de la panza se intensificaron en las semanas siguientes. No dolorosos. Precisos. Coordinados. A veces podía distinguir dos ritmos distintos, dos presencias claras. Otras, parecía una sola fuerza actuando en conjunto.

Una noche, mientras me duchaba, apoyé la frente contra la pared. El vapor empañaba todo. Cerré los ojos apenas un segundo.

Y vi la grieta.

La misma de los sueños.

Una línea fina, luminosa, atravesando algo que no debería romperse.

Abrí los ojos de golpe. El baño estaba normal. Silencioso. Seguro.

Me reí sola, nerviosa.

—Estoy exagerando —me dije en voz alta.

El agua se cortó.

De golpe. Sin aviso.

Me quedé quieta, desnuda, con el sonido del silencio cayendo como un golpe.

—¿Amor? —llamé.

—¿Sí? —respondió desde el otro cuarto—. ¿Todo bien?

—Sí… —tragué saliva—. Se cortó el agua.

—Ahora lo reviso.

Volvió a salir enseguida.

—Está todo normal —dijo—. Debe haber sido el tanque.

Asentí. Me envolví en la toalla. No dije nada más.

Pero esa noche no dormí. No porque tuviera miedo, sino porque empecé a recordar fragmentos que no sabía de dónde venían:

Manos apoyadas sobre una superficie fría. Una voz —la mía— diciendo palabras que no comprendía del todo. Algo elegido sin entender el costo. Y siempre esa sensación: la de estar abriendo algo que no debía abrirse del todo. Empezaba a dudar si todo esto era algo del portal, pero saque la idea enseguida, era algo que ya se había cerrado, además fue hace mucho tiempo.

Los días siguientes, mi humor se volvió impredecible. Podía pasar de la calma absoluta a un llanto silencioso en minutos. Él intentaba acompañarme, sostenerme, pero había algo que no podía compartirle. No porque no confiara, sino porque todavía no tenía forma.

Una tarde, mientras caminábamos despacio por el barrio, sentí una presión intensa en el abdomen. Me detuve de golpe.

—¿Qué pasa? —preguntó él, alarmado.

Respiré hondo. Una vez. Dos.

—Nada… fue solo un movimiento fuerte.

Me miró con atención.

—Si querés, volvemos.

Negué con la cabeza.

—No. Estoy bien.

Y lo estaba. Pero supe, con una claridad incómoda, que ese movimiento no había sido involuntario.




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