No ocurrió de golpe. No fue una revelación dramática ni una escena grandiosa. Fue peor: fue lento, inevitable, como cuando entendés algo y ya no hay forma de desentenderlo.
Me desperté con la sensación de haber vuelto tarde a un lugar que siempre fue mío. No sabía cómo explicarlo, pero el cuerpo lo reconocía. El aire pesaba distinto en el pecho, no por falta de oxígeno, sino por exceso de conciencia. Me quedé unos segundos quieta, escuchando la casa. Todo estaba igual, pero yo no.
La panza se movía con una calma extraña, organizada, como si algo hubiera encontrado finalmente su ritmo. Apoyé la mano y sentí ese pulso interno, no como patadas, sino como una respuesta. No fue ternura lo que sentí, fue una certeza incómoda: no estaban reaccionando a mi cuerpo, estaban reaccionando a mí.
Me senté despacio en la cama. Él seguía dormido, respirando parejo, ajeno a lo que me atravesaba. Lo miré largo rato, buscando algo que no supe nombrar. Seguridad, tal vez. Normalidad. Algo a lo que aferrarme. No lo desperté. No todavía.
Fui al baño. La luz blanca me devolvió una imagen conocida y ajena al mismo tiempo. Mi cara estaba más pálida, los ojos más oscuros, no cansados: atentos. Me observé como si fuera la primera vez. No buscando cambios visibles, sino fallas. Algo que delatara que lo que sentía no era una idea pasajera.
Apoyé ambas manos sobre el lavamanos y respiré hondo. El espejo no hizo nada extraño. Yo sí.
De pronto recordé escenas que no eran recuerdos completos, sino sensaciones que siempre habían estado ahí, como ruido de fondo: la facilidad con la que intuía cosas desde chica, la manera en que ciertos lugares me generaban rechazo sin motivo, el modo en que el miedo nunca se me manifestaba como a los demás. No era valentía. Era otra cosa. Distancia.
Regresé a la habitación y me vestí sin apuro. Cada movimiento parecía medido, consciente. Cuando tomé una remera del respaldo de la silla, la tela vibró apenas, como si se resistiera. La solté de inmediato. El movimiento cesó. Tragué saliva.
—No… —murmuré—. No ahora.
La palabra no iba dirigida a nadie en particular, pero funcionó, lo decía como sabiendo el porque, pero en no era así. El silencio volvió a su lugar. Sentí un leve mareo y me senté en la cama. El corazón no latía rápido. Latía firme.
Ahí fue cuando lo entendí.
No estaba perdiendo el control. Nunca lo había tenido del todo.
Los sueños, las reacciones, los objetos, las respuestas a mis emociones… nada había empezado con el embarazo. El embarazo había sido el detonante, no el origen. Algo se había activado porque ya no estaba sola. Porque lo que llevaba dentro no solo compartía mi cuerpo, sino algo más profundo. Algo que reconocían.
Me levanté otra vez y fui a la cocina. El reloj marcaba una hora absurda para estar tan despierta. Serví agua en un vaso. Al tocarlo, el vidrio se calentó apenas. Lo solté. El vaso quedó intacto, inmóvil, como si nada hubiera pasado. Me apoyé en la mesada, cerré los ojos y respiré despacio, forzando la calma. Funcionó. Siempre funcionaba cuando lo hacía de verdad.
—¿Qué sos? —susurré, sin saber si la pregunta era para mí o para ellos.
La panza respondió con una presión suave, envolvente. No invasiva. Presente.
No sentí miedo. Sentí algo peor: sentí que siempre lo había sabido y que recién ahora me animaba a aceptarlo.
Las horas siguientes pasaron en una especie de vigilia extraña. No hice nada fuera de lo normal, pero cada gesto estaba cargado de una atención distinta. Cuando él despertó, me encontró sentada en el sillón, con las manos entrelazadas sobre el abdomen, mirando un punto fijo.
—¿Dormiste algo? —preguntó, acercándose.
Asentí. No era mentira, pero tampoco era verdad completa.
—Estás pálida —dijo, tocándome la mejilla—. ¿Te sentís bien?
Lo miré. De verdad lo miré. Pensé en decirle todo. Pensé en decirle nada. Elegí lo único que podía decir sin romper algo.
—Siento que estoy recordando cosas —respondí.
Frunció el ceño, confundido.
—¿Cosas de ahora?
—No —dije—. De antes.
—¿Lo del pasado?. Ya sabes, eso.
—No eso tampoco.
—Te escuchare cuando quieras contarme.
No insistió. Nunca lo hacía cuando intuía que no estaba lista. Me preparó café descafeinado, me alcanzó una tostada, se movió por la casa con esa normalidad que siempre había sido su ancla. Lo observé como si lo viera desde afuera. Me pregunté cuántas veces había contenido cosas sin saberlo.
Más tarde, cuando se fue a trabajar, la casa quedó otra vez en silencio. Ese silencio interno volvió, pero ya no era confuso. Era expectante.
Me senté en el suelo del cuarto de los bebés, rodeada de cajas, de ropa doblada, de objetos pequeños que aún no entendían el mundo. Cerré los ojos. No hice nada especial. No pronuncié palabras raras. No invoqué nada. Solo dejé de resistirme.
La habitación vibró apenas. No tembló. Respondió.
Abrí los ojos. Todo estaba igual. Pero yo no.
Me llevé una mano a la panza, con una mezcla de amor y responsabilidad que me apretó el pecho.
—No voy a dejar que nos destruyamos —dije en voz baja—. A ninguno de nosotros.
Deslice mis manos lentamente a los lados de mi panza, y note que algo no estaba bien...