No pedí turno de inmediato.
Primero hice lo que cualquiera haría cuando algo no encaja pero todavía no quiere romper la idea de normalidad: busqué explicaciones simples. Me repetí que el cuerpo cambia, que los embarazos gemelares no se sienten igual, que la mente exagera cuando tiene demasiado tiempo para pensar. Me lo repetí hasta que dejó de sonar convincente.
El turno con la obstetra fue una semana después. Una semana en la que no volví a presionar. No porque tuviera miedo, sino porque algo en mí entendía que insistir no era prudente. Como si hubiera aprendido una regla sin que nadie me la explicara.
En el consultorio todo fue exactamente como siempre. El mismo olor a desinfectante, la misma camilla fría, la misma pantalla encendiéndose frente a mí. Me concentré en los detalles, en lo concreto, como si eso pudiera sostenerme.
—Los latidos están perfectos —dijo la médica, mirando el monitor—. Ambos. Fuertes, regulares.
Ambos.
Esa palabra debería haberme tranquilizado. Y, sin embargo, sentí otra cosa: una confirmación parcial. No una respuesta.
—¿Es normal sentir… diferencias? —pregunté, midiendo cada sílaba—. No dolor, no molestias. Sensaciones raras.
La médica sonrió, acostumbrada.
—El cuerpo no es una máquina. Cada embarazo es distinto. Y el tuyo tiene una carga emocional importante. Dos bebés, muchas expectativas.
Asentí. No mentía. Pero tampoco decía todo.
Salí de ahí con papeles en la mano y una sensación incómoda en el pecho. No había nada mal. Y eso, lejos de aliviarme, me dejó más sola con la pregunta.
No se lo conté a nadie. No a mi familia. No a amigas. No quería sembrar dudas que no sabía explicar. No quería escuchar consejos rápidos, ni miradas preocupadas. Si iba a romper algo, no iba a ser la tranquilidad de los demás.
Lo que hice después fue más silencioso.
Empecé a buscar.
No en internet común. No en foros de maternidad. Busqué en lugares donde la información no se presenta como verdad, sino como posibilidad. Libros viejos. Textos que hablaban de gestación como algo más que biología. Historias que no pretendían convencer, solo dejar registro.
Así fue como llegué a él.
No parecía especial. Un hombre mayor, una librería pequeña, más polvo que clientes. No se presentó como experto en nada. Eso fue lo que me hizo quedarme. Me habló de símbolos, de repeticiones, de cosas que “aparecen cuando tienen que aparecer”. No le dije que estaba embarazada. No le dije nada concreto.
Solo escuché.
Salí de ahí sin respuestas claras y con algo peor: con la sensación de que alguien había puesto palabras cerca de lo que yo todavía no quería nombrar.
Esa noche, Alex llegó cansado. Me encontró sentada en la mesa de la cocina, con un cuaderno abierto que cerré demasiado rápido.
—¿Todo bien? —preguntó, dejándose caer en la silla.
Lo miré. Pensé en mentir. Pensé en callar. Hice lo único que no rompía nada.
—Fui al médico —dije.
—¿Y? —preguntó enseguida.
—Todo perfecto.
Sonrió, aliviado. Se levantó para servirse agua.
—Pero… —agregué.
Se detuvo.
—Pero qué.
Me encogí de hombros, fingiendo liviandad.
—Nada. Que a veces siento cosas raras. Como si mi cuerpo no funcionara del todo como debería.
Me miró unos segundos. Después rió, suave.
—Estás embarazada de gemelos —dijo—. Si no sintieras cosas raras, ahí sí me preocuparía.
Lo miré, y reí con él neviosamente.
—Sí —dije—. Tenés razón. Estoy exagerando.
Le sonreí. Él me devolvió la sonrisa. El momento pasó. O eso pareció.
Más tarde, cuando se durmió, me quedé despierta mirando el techo. La casa estaba en silencio. Mi cuerpo también.
Apoyé la mano sobre la panza, sin presionar. Sentí el calor, el peso, la vida.
Pero ya no podía fingir que todo estaba bien.
Y sabía que, a partir de ahora, cada respuesta iba a traer una pregunta más grande. No pararia de buscar una respuesta. Mis preguntas más grandes invadian mi cabeza.
¿Qué es realmente lo que tengo dentro? ¿Hay vida o vacío?
¿Si hay algo nacera en unas semanas o permanecera así durante mucho tiempo más?