El tiempo dejó de sentirse lineal.
No fue una frase bonita ni una sensación abstracta. Fue concreta, casi física. Como si los días ya no se acomodaran uno detrás del otro, sino que se apretaran, empujándose entre sí. Cada mañana despertaba con la certeza de que algo avanzaba más rápido que yo.
Las semanas que quedaban antes del parto dejaron de ser un número y se volvieron una amenaza.
No le dije a nadie.
No por negación, ni por orgullo. Fue algo más básico: intuición. Sabía —con esa seguridad que ya no cuestionaba— que si hablaba demasiado pronto, si decía el nombre equivocado o mostraba la duda incorrecta, algo se cerraría para siempre. Como una puerta que solo se abre una vez.
Empecé por lo único que podía controlar: información.
Las primeras búsquedas fueron inocentes. Libros de embarazo avanzado, registros médicos antiguos, anomalías raras. Nada. Todo hablaba de cuerpos humanos, procesos humanos, límites humanos. Yo ya sabía que eso no alcanzaba.
Así que fui más atrás.
Bibliotecas que no figuraban en mapas digitales. Catálogos polvorientos, fichas escritas a mano, textos que nadie pedía desde hacía décadas. Aprendí a moverme en silencio, a no hacer preguntas directas. Observaba. Escuchaba. Anotaba.
Descubrí algo inquietante: había vacíos.
Temas que parecían cortados de raíz, como si alguien hubiera decidido que no debían continuar. Referencias a nacimientos “no clasificables”. Notas al margen tachadas. Advertencias sin explicación. Y siempre la misma idea repetida con palabras distintas: no todo lo que gesta pertenece a este plano de la misma manera.
Las noches se volvieron más difíciles.
No solo por el cansancio o el peso del cuerpo, sino por los cambios. Cambios que no figuraban en ningún manual. Había momentos en los que el frío no me alcanzaba, incluso con varias capas de ropa. Otros en los que el calor me subía de golpe, intenso, interno, como si algo se encendiera bajo la piel.
Empecé a taparme más de lo normal. Mangas largas. Bufandas. No porque hiciera frío, sino porque sentía que mi cuerpo estaba distinto. Más sensible. Más reactivo. Como si ya no pudiera confiar del todo en su forma.
El espejo empezó a incomodarme.
No veía algo concreto que señalar, pero había detalles mínimos que no encajaban: la forma en que la luz parecía quedarse un segundo de más sobre mi piel, la manera en que mis ojos reflejaban algo que no recordaba haber tenido antes. No era fealdad. No era belleza. Era alteración.
Una tarde conocí a alguien.
No fue un encuentro casual, aunque lo pareciera. Un hombre mayor, voz baja, manos manchadas de tinta, sentado en una mesa apartada con un libro que no figuraba en ningún registro público. No me miró hasta que yo lo hice.
—Estás buscando tarde —dijo, sin levantar la vista.
Me quedé quieta.
—¿Tarde para qué? —pregunté.
Sonrió apenas.
—Para fingir que no sabés.
No volví a verlo después de ese día. Pero me dejó algo más valioso que respuestas: una dirección escrita en un papel viejo y una frase que no entendí del todo.
Hay cosas que solo se sostienen mientras alguien las nombra en silencio.
Esa noche le conté a Alex.
No todo. Nunca todo. Solo lo suficiente como para no sentirme sola.
—Creo que hay cosas raras con el embarazo —dije, intentando sonar liviana—. Raras de verdad.
Se rió, sin maldad.
—¿Raras tipo antojos imposibles o raras tipo película?
—Tipo película —respondí, y después me reí también—. Pero tranquilo, estoy bien. Solo… cansada.
Me miró con ternura, convencido de que exageraba.
—Tenés derecho a estar rara —dijo—. Estás creando dos personas.
Asentí. Me apoyé en su hombro. Dejé que me abrazara. No era el momento aún de contarlo, no ahora.
No le dije que el tiempo ya no me respondía igual.
No le dije que cada noche sentía que algo dentro de mí contaba los segundos.
No le dije que había empezado a soñar despierta con puertas que se cerraban.
Porque todavía creía que podía arreglarlo sola.
Pero el margen se achicaba.
Y yo empezaba a entender que no se trataba solo de proteger… "mis hijos"
sino de decidir qué parte de mí iba a sobrevivir cuando llegara el momento.