Me desperté antes del amanecer, con esa sensación incómoda de haber dormido mal aunque el cuerpo estuviera quieto. La casa estaba en silencio. Alex respiraba profundo a mi lado. Me levanté despacio, con cuidado de no despertarlo, y fui al baño casi por costumbre, como si algo me estuviera empujando sin decirme por qué.
Encendí la luz.
Al principio no vi nada distinto. Mi reflejo seguía siendo el mío: la panza grande, la piel estirada, el cansancio normal de alguien que carga demasiado peso y demasiadas preguntas. Bajé la mirada casi sin pensar, y ahí fue cuando lo noté.
No fue algo monstruoso. Eso habría sido más fácil de aceptar.
Era apenas un cambio.
En uno de los costados de la panza, muy cerca de la cadera, había una zona de piel ligeramente más oscura. No amoratada, no enferma. Diferente. Me acerqué más al espejo. Incliné el cuerpo para ver mejor. Pasé los dedos.
Había una textura nueva.
No era vello como el humano. Era más fino, más corto, casi imperceptible si no lo buscabas. Pero estaba ahí. Seguí con los dedos hasta el brazo. Nada. La pierna. Nada. Volví a la panza. La piel respondió con una leve vibración, como si reconociera el contacto.
Retiré la mano de inmediato.
El corazón me latía fuerte, pero no descontrolado. No era pánico. Era confirmación.
—Ya empezó… —susurré, presintiendo que cada vez abrían más cambios.
Me vestí rápido, cubriéndome más de lo habitual, no por frío, sino por una necesidad urgente de ocultar. No estaba lista para que nadie viera eso. Ni siquiera Alex, él estaba demasiado feliz para arruinarle todo.
Esa mañana no desayuné. Le dije que tenía náuseas y me fui temprano, con la excusa de una consulta más. Él no dudó. Nunca dudaba cuando se trataba de cuidarme.
La dirección del papel viejo que había dejado en mi escritorio cuando había desidido no buscar más me llevó a un lugar que parecía no pertenecer a la ciudad. Una casa angosta, encajada entre edificios modernos, como si nadie hubiera logrado demolerla del todo. La puerta era de madera oscura, gastada por el tiempo. Dudé unos segundos antes de tocar.
Golpeé una vez.
La puerta se abrió casi de inmediato, como si me estuvieran esperando.
Era una mujer. Mayor, pero no anciana. Su cabello estaba recogido de forma simple, sus ojos eran claros y demasiado atentos. Me miró de arriba abajo, deteniéndose un segundo más de lo normal en la panza.
—Pasá —dijo—. Antes de que cambies de idea.
No pregunté cómo sabía. Ya no preguntaba esas cosas.
El interior olía a libros viejos, a hierbas secas, a algo metálico que no supe identificar. Había estanterías hasta el techo, mesas cubiertas de papeles, símbolos que no reconocía pero que mi cuerpo sí. Lo supe porque sentí ese tirón interno, esa reacción automática que ya empezaba a conocer.
—No sos humana —dijo, sin rodeos, como lo más normal del mundo, mientras cerraba la puerta.
No fue una acusación. Fue una observación.
Me quedé de pie, con las manos apretadas contra el abrigo.
—No del todo —continuó—. Y nunca lo fuiste. Solo que ahora ya no podés sostener la forma.
Tragué saliva.
—¿Qué soy? ¿Y cómo sabes? —pregunté.
La mujer me observó en silencio unos segundos. Luego tomó un libro grueso de una mesa cercana y lo abrió con cuidado, como si pesara más de lo que aparentaba.
—Lo reconozco desde lejos, es a lo que me dedico, no es la primera vez que pasa esto. Sos algo que eligió vivir como humana durante un tiempo —dijo—. Y que ahora está gestando algo que no pertenece solo a este mundo. Eso acelera todo. Los cambios. El desgaste. El tiempo.
Bajé la mirada a mi panza.
—¿Y ellos? —pregunté—. ¿Mis hijos?
La mujer levantó la mirada del libro. Ya no parecía sorprendida. Tampoco preocupada. Era otra cosa: respeto.
—Son reales —dijo—. Vivos. Con alma. Pero no son completamente humanos.
Sentí un vacío breve, seco, justo debajo del pecho.
—¿Entonces qué son?
Cerró el libro con cuidado, como si las palabras adentro siguieran respirando.
—Son como vos —continuó—. Mitad humanos… mitad Aeralith. Lo son porque son hijos de ti, completamente Aeralith por dentro pero humanos por tu pareja.
El nombre vibró en el aire. No lo había escuchado nunca y, aun así, algo en mí lo reconoció. No como un recuerdo, sino como una verdad antigua que había esperado ser dicha.
—Los Aeralith no pertenecen a otro mundo —explicó—. Nunca lo hicieron. Existen aquí. Siempre existieron. Solo que aprendieron a ocultarse… o a adaptarse.
Me miré las manos. La piel. La forma. Todo parecía normal.
—Ellos nacerán como bebés —siguió—. Frágiles. Dependientes. Hermosos. Pero no comunes.
Tragué saliva.
—¿Cómo… cómo serán?
La mujer dudó un segundo, como si eligiera con cuidado qué mostrarme primero.
—Su piel será clara. No blanca como ausencia, sino blanca como luz filtrada. Al tocarlos, vas a notarlo: no es piel sola. Es suavidad viva, casi como un pelaje muy fino, tan delicado que a simple vista no se percibe. Solo se siente.
Mi mano fue, sin pensarlo, a la panza.
—Tendrán ojos color ámbar —continuó—. Naranja profundo. No brillantes todo el tiempo. Solo cuando despierten lo que llevan dentro.
Levantó la vista.
—Y garras.
El aire se tensó.
—No siempre —aclaró—. Solo cuando las necesiten. Blancas. Limpias. Parte de ellos, no un arma.
—¿Y… sus orejas?
Sonrió apenas.
—Parecidas a las humanas, pero más finas. Un ángulo distinto. No son elfos. No son nada que los libros simplifiquen.
Respiré hondo.
—¿Van a parecer… monstruos?
—No —respondió con firmeza—. Van a parecer angeles. De una forma que incomoda a quien necesita que todo encaje en una sola categoría.
Se acercó un poco más.
—La niña llevará el cabello largo. Vivo. Capaz de responder a su voluntad, , con ondas hermosa y brillanes como la luna. El varón lo tendrá más corto, pero igual de consciente. Ambos podrán controlarlo cuando crezcan. No como vanidad. Como extensión.