Helen
Cuando las últimas luces de la librería se apagaron, y el eco de las conversaciones se desvaneció por completo, me quedé sola con Jecob, pero también conmigo misma. Como si todo lo que había sucedido en las últimas horas hubiera sido una burbuja que, al estallar, dejara una calma profunda y silenciosa en su lugar. En ese momento, el aire del lugar se sentía diferente, como si las paredes pudieran hablar, susurrar las historias que habían cobrado vida entre sus estantes. Y era cierto, todo había sido como un sueño, pero uno al que le habíamos dado forma con el paso del tiempo, con nuestras manos entrelazadas en cada paso del proceso.
Nos miramos por un momento largo, y en su rostro vi algo que me hizo sonreír: no era solo orgullo, ni solo amor. Era ese entendimiento tácito, esa certeza de que todo lo que habíamos vivido hasta ese día nos había traído hasta aquí. Como si cada pequeño paso, cada sacrificio, cada temor y cada duda, hubiera sido parte de un gran plan, de un destino compartido. Y ese destino, por extraño que pareciera, no estaba relacionado solo con la librería, ni con mis libros, sino con nosotros. Con lo que estábamos construyendo, con todo lo que aún nos quedaba por vivir.
—Estoy tan orgulloso de ti —me dijo Jecob, y esas palabras nunca dejaron de resonar en mí. Porque aunque era yo quien había logrado cumplir mi sueño, había sido él quien me había impulsado a seguir adelante, quien había creído en mí cuando yo misma no podía hacerlo. Y sin su amor, sin su paciencia, sin su apoyo, nunca habría sido capaz de alcanzar lo que hoy tenía.
Nos quedamos allí un rato, abrazados, respirando la misma calma, el mismo aire denso que parecía un reflejo de lo que había pasado en mi corazón. Algo se había asentado dentro de mí, como si un peso se hubiera aligerado y, al mismo tiempo, como si ese peso fuera la base firme sobre la cual construiría todo lo que viniera. Este lugar, nuestra librería, ya no era solo un espacio físico. Era la representación de todo lo que habíamos logrado, de todo lo que habíamos superado. Y sabía, en lo más profundo de mi ser, que no era un final. Era solo el comienzo.
Recuerdo que, al salir por la puerta, la brisa fría de la noche me acarició el rostro. Nueva York estaba ahí, inmensa y vibrante, como siempre. Pero había algo distinto en la forma en que la miraba. Había estado allí tantas veces, pero nunca de esta manera. Nunca había sentido la ciudad tan cerca de mí, tan como una extensión de mis sueños. Había estado luchando por encontrar mi lugar en ella durante tanto tiempo, pero ahora, al caminar junto a Jecob, supe que lo había encontrado. No en los lugares de siempre, no en las luces brillantes ni en la multitud, sino en el pequeño espacio que ahora llamábamos hogar. En el espacio que juntos habíamos creado.
—Lo logramos —dije, casi en un susurro, mientras caminábamos por las calles llenas de gente que no conocía, pero que de alguna manera también formaba parte de mi historia.
Jecob me miró y sonrió, como si hubiera escuchado el pensamiento en mi mente, como si supiera lo que estaba sintiendo. En sus ojos había algo que no necesitaba palabras. El amor, la confianza, la promesa de que siempre estaríamos juntos, sin importar cuántos cambios llegaran a nuestras vidas. Como siempre, él tenía la respuesta, pero no era una respuesta que pudiera decirse en voz alta. Era algo que se compartía a través de gestos, de miradas, de silencios que hablaban más que cualquier palabra.
Nos detuvimos en un cruce de calles, y sin decir nada, nos acercamos el uno al otro. En el bullicio de la ciudad, donde todos parecían estar en su propio mundo, nos encontrábamos en el nuestro. Todo estaba en su lugar. Todo lo que habíamos vivido, todo lo que habíamos dejado atrás, había sido parte de este momento. Y todo lo que estaba por venir, no importaba cuán incierto fuera, también sería nuestro. Juntos.
—¿Sabes? —dije, rompiendo el silencio con una sonrisa.
—¿Qué? —respondió Jecob, con su tono tan cálido que me hizo sentir que podía confiarle cualquier cosa.
—Creo que nunca entendí lo que significaba realmente "estar en casa". Hasta ahora. Hasta este momento.
Él me miró por un largo segundo, y luego, sin más palabras, me abrazó. Y fue en ese abrazo, en la calidez de su cuerpo contra el mío, donde sentí que todo cobraba sentido. La librería, los libros, los sueños cumplidos, los días llenos de dudas y las noches llenas de esperanza. Todo había sido parte de este viaje. Y el viaje, al final, era lo que realmente importaba.
El regalo del presente
No fue un "final", ni tampoco un "nuevo comienzo". Fue simplemente un momento. Un instante en que el tiempo, por un breve segundo, parecía detenerse. Y en ese segundo, lo supe. No importaba cuánto hubiéramos luchado, cuánto habíamos cambiado o lo lejos que habíamos llegado. Todo lo que realmente importaba estaba justo frente a mí, entrelazado en nuestras manos, en nuestras sonrisas, en esos silencios compartidos.
El ruido de la ciudad se volvió lejano, y fue como si el mundo, por un momento, se hubiera reducido a nosotros dos. Caminábamos por sus calles, rodeados de miles de historias ajenas, pero solo una ocupaba todo nuestro ser.
Me detuve un segundo y miré a Jecob. No necesitaba preguntarle si entendía lo que sentía, porque podía verlo en sus ojos. En sus ojos, que siempre me entendían mejor que yo misma. No era solo el amor lo que nos unía, sino la certeza de que, sin importar lo que pasara, siempre encontraríamos un camino, juntos.
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Editado: 09.02.2025