Si vas a coquetear por chat, revisa el autocorrector. Puede convertir “qué linda tu sonrisa” en “qué linda tu sobrina” y ahí sí no hay reel que te salve.
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Domingo a la noche. El barrio por fin bajó el volumen. Valentina abrió la app. Limonada tenía un chat con Cometa. Para ella, “Cometa” es un desconocido simpático. Para Diego, es la forma de no asustar a nadie y pasar desapercibido.
Cometa envió el nombre de una canción neutral, sin pistas de barrio, ni skate, ni nada que lo delatara. Nada de “la esquina”, nada de “el mural”, nada de “la patineta”. Diego respiró: perfil bajo, misión cumplida.
Valentina sonrió a la pantalla. Desconocido simpático: check. Cero señales raras: check. Guardó el teléfono.
En otro chat, Ariana insistió a Vale, como quien no quiere la cosa:
—[Ari]: “Si aparece Cometa, dale una oportunidad.”
Vale reaccionó con un corazón amarillo y siguió con su vida. No unió “Cometa” con el casco, ni con el sticker del grupo de skate, ni con Diego. El cerebro a veces protege lo que uno no quiere mirar. Yo lo entiendo; igual me río un poco.
Diego, por su parte, dejó el celular boca abajo. Estaba enamorado (que no se entere nadie) y, por ahora, se conformaba con esto: ser el desconocido que la hace sonreír sin meter la pata.
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Lunes. Tarde clara. Diego llegó empujando la patineta; Vale ajustó la escalera y le ofreció el casco con el sticker COMETA que ve desde que eran chicos. Ella no le presta atención al nombre. Él sí: lo eligió para que, algún día, lo note.
—Entrega confirmada —dijo Diego, dando el café honesto como si fuera una flor.
—Acepto —dijo Vale—. Y no preguntes qué premio quieres.
Él no preguntó. El premio sería que lo viera de frente como algo más. Hoy se conforma con miradas de costado.
Trabajaron parejo. Chicho se acomodó a media sombra, como CEO de siestas. Vale se animó a una línea larga; Diego rodó a su lado para que la mano no le temblara. Las ruedas hicieron su ruido limpio, ese que a Diego le baja la ansiedad y le sube la esperanza.
—Quiero probar —dijo Vale, señalando la tabla.
—¿Ahora? —Diego tragó saliva.
—Una vuelta. Dos metros. Si me caigo, me levantas. Si me va bien, finges normalidad.
—Prometo fingir pésimo —admitió él.
Se subió con cuidado. Un pie. El otro. Avanzó tres metros. Diego la sostuvo dos segundos del codo. Sonrió como quien aprende un truco y finge que no le importa tanto.
—No me sueltes —pidió Vale.
—No te suelto —dijo Diego. Ahí se le notó todo.
Casi chocan con el vendedor de globos que apareció con un racimo de estrellas. Frenazo, risa, un globo escapando al cielo. El vendedor los perdonó porque el amor —aunque no lo nombren— paga bien en propinas y en historias.
—Esto cuenta como deporte extremo —dijo Vale.
—Y como dejar en suspenso un par de reglas tontas —dijo Diego, mirando otro lado.
—Shhh —hizo ella, pero se le escapó la sonrisa.
Cerraron la tarde con dos flores nuevas y un helado en la vereda, cada uno con su cucharita, la civilización ante todo.
—¿Te pesa la cabeza? —preguntó Vale.
—Un poco —admitió Diego—. El jefe. Los plazos. Y… ya sabes.
—A mí me pesa el “y… ya sabes” también —dijo Vale, mirando la pared en lugar de mirarlo a él.
Traducción simultánea: él quiere que ella lo vea. Ella no quiere mirar porque si mira… ve.
Un chorrito del helado cayó sobre la baldosa amarilla y hizo un mapa. A tres puertas, se oyó la regadera de Tita Estela y su voz:
—Siéntense un poquito más acá, que las plantas se confiesan mejor con público.
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Misma vereda, tres baldosas más allá. Tita Estela regaba con paciencia; el agua corría por el surco entre baldosas y empujaba el mapita de helado que habían dibujado sin querer.
—Llegaron justo —dijo Tita—. Las plantas se sinceran si uno se sienta cerquita.
Se quedaron en los banquitos bajos de siempre. Los vasitos de helado todavía en la mano; Tita puso dos posavasos de plástico “para que no chorreen la baldosa pintada”, y limonada casera al costado. Rosa apareció un minuto, dejó un taper de galletas y se fue (madres ninja).
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Editado: 07.10.2025