Si te invitan a una entrevista “rapidita” de radio local, lleva agua, una sonrisa y la capacidad de decir lo mismo de cinco maneras. La radio no es rápida; es un asado a fuego lento con micrófono.
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A la mañana siguiente del estreno, el barrio olía a pan caliente y a orgullo compartido. La Radio Comunitaria 93.9 abrió el programa con su cortina de siempre —tecladito animado que hace imaginar bicicletas viejas recién aceitadas— y la conductora Nora presentó a “los artistas de la esquina” con una alegría que no era de estudio, era de vecina. Valentina y Diego se sentaron frente a dos micrófonos que crujían un poquito al acomodarse, como si tuvieran memoria de otras voces nerviosas. Un técnico con bigote, cuyo nombre nadie pregunta pero todos respetan, hizo la seña universal de estamos al aire mientras se acomodaba los audífonos como si fuesen alas.
—Tenemos a Valentina Solís, muralista que enciende paredes —dijo Nora—, y a Diego Ríos, editor de videos que no corre con la cámara (risas)—. Chicos, anoche subieron algo que hizo ruido del bueno.
Valentina respiró hondo, se arregló un mechón con el dorso de la mano —todavía con una línea amarilla que la pintura deja incluso después de dos lavadas— y habló con esa calma suya que ordena sillas invisibles.
—Fue un juego que se nos volvió trabajo —dijo—. Y trabajo que se nos volvió fiesta. Todo a la vez.
Diego agregó, con un tono que cualquiera juraría que es profesional pura sangre (yo sé que debajo se alborotan otras cosas):
—El truco es que pareciera fácil, pero lo practicamos para que fuera cómodo. Lo que más cuidamos fue que nadie en la calle se sintiera invadido. El barrio es un set, sí, pero primero es casa.
Llamadas en vivo: la tía Carmen —cómo no— felicitó “por el video de compromiso” y Nora le guiñó al aire que no era eso; un panadero contó que una señora compró dos medialunas “para llevar a los chicos a ver el mural”; un niño preguntó si la escalera se alquila por cumpleaños; un señor Ocampo ofreció “un diez por ciento de descuento en brochas amarillas si dicen la palabra ‘radio’ en la caja”, lo cual provocó aplausos en el estudio como si hubieran regalado autos. Yo, personalmente, aplaudo cualquier plan que incluya brochas amarillas y descuentos que nacen de la alegría.
—¿Qué sienten que les dejó anoche? —preguntó Nora, que tiene el talento de meter la pregunta justa justo antes de que el tiempo se acabe.
Valentina miró el vidrio donde la calle se reflejaba con motos, cascos y dos abuelas que discutían sobre la masa de los pastelitos.
—Marquitas de sol —dijo—. Como cuando te queda una línea clara en la piel después de un día largo, pero linda. Anoche nos quedó eso: marquitas de sol.
Diego le sostuvo la mirada apenas, y por primera vez en toda la entrevista se le escapó la frase sin filtro:
—Y una sensación de… comunidad que te deja lleno el pecho.
El técnico del bigote levantó el pulgar; Nora cerró con música y prometió “volver con la pareja del— con los socios de la esquina” la semana próxima. Sí, se trabó. A mí también me pasa.
Al salir, Rosa esperaba con un taper —natillas— como si la radio cobrara postre, Ariana les dio a cada uno una botellita de agua (marca “nadie nos pagó, pero ojalá”) y sacó una selfie que salió movida a propósito, porque lo imperfecto les está funcionando mejor que lo impecable.
—Esta tarde quiero que veamos el tema del taller con chicos —dijo Ari, caminando a paso de plan—. La gente me pide “clase de escalera sin hablar”. No vamos a hacer eso, pero sí algo mejor.
Valentina sonrió. Le brilló el corazón y un poquito los ojos.
—Sí —dijo—. Les enseño la línea larga.
—Y yo hago que el video sea verdad sin ponerles cámaras en la cara —cerró Diego, que hoy decidió que su “personaje” es el de la persona.
Yo estaba, como siempre, mirando desde un ángulo donde nadie estorba. Tomé nota: una frase rara (“marquitas de sol”) había logrado lo que diez argumentos no: explicar sin explicar.
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La vereda de siempre se convirtió en aula abierta. Rosa armó un toldo con dos cuerdas y la inventiva de quien ha colgado ropa bajo tormentas peores. Tita Estela trajo una jarra de limonada con gajos visibles, porque la transparencia también enseña. Sergio prestó conos de tránsito (que parecían naranjas gigantes en dieta) para delimitar “zona de color”. Chicho ocupó su rol directivo: se acostó en el lugar exacto donde más sombra había, porque lo bueno no se improvisa.
Llegaron diez niños con escolaridad en horario caprichoso, cuatro adolescentes con curiosidad que fingían no tener, dos madres con cámara del teléfono prendida como linterna, y un abuelo que dijo “yo hice carteles en el 78, puedo sostener una escalera sin hablar hasta navidad”. Valentina empezó como empieza todo lo que funciona: sencillo.
—Hoy vamos a aprender la línea larga —dijo, mostrando una pared auxiliar de madera—. No es recta del todo, no es curva del todo. Es una valentía quieta. Se hace con brazo, pero también con corazón.
Los niños la miraron, ninguno se rió del “corazón”; buena señal. Diego marcó con cinta tres alturas (bajita, media, alta) y les explicó que la cámara va a estar, pero ellos no le deben nada, que si no quieren no salen, que si quieren salen de espaldas, que la estrella es la línea y que la primera línea en la vida de uno no sale perfecta, salvo que uno mienta.
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Editado: 07.10.2025