Un Amor de Locos

La clase que se armó sola

Si organizas una clase al aire libre, el clima te contesta con carácter. Consejo: ten siempre un Plan B con techo, enchufe y una señora que grite “¡corran las mesas!” como si fuera ballet.

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A las 9:07, el viento se puso molesto como mosca con posgrado. La cuerda de Rosa flameó, los conos de Sergio ensayaron fuga y Valentina miró el cielo con esa cara de “te respeto, pero hoy no me conviene”. Mensaje de Ariana al grupo: “Plan B: Salón de actos Escuela 42. La directora dijo sí si no pintamos a los profesores.” En cinco minutos, la vereda dejó de ser aula y se convirtió en caravana: Ocampo prestó cascos “por si el entusiasmo”, Taza Justa mandó un termo tamaño confianza, Tita abrazó la jarra para que no se sintiera traicionada y Chicho se negó a entrar a la escuela (política personal), así que se quedó de portero ofendido, con derecho a siesta.

El salón de actos olía a madera vieja y a educación física en pausa. Dos aros, una red enrollada, una pared blanca que pedía aventuras y un telón gris claro que separaba “deportes” de “actos patrios”. La directora Nora (amiga de la radio, ojo) les dio la bienvenida con la energía de quien sabe que algo lindo está por pasar si no se rompe nada. Rosa gritó “¡corran las mesas!” con tono de coreógrafa de comedia, Ari pegó el cartel “Clase: línea larga y escalera sin gritos” al lado de un afiche viejito de hábitos saludables, y Diego hizo magia de productor: consiguió un proyector prestado del laboratorio, un alargue que parecía una pitón y una sábana blanca del depósito (“no pregunten por qué hay una”, dijo la portera; yo tampoco pregunto: los depósitos saben).

Entraron los chicos: Nati, Lucho, Santi, Mora y refuerzos de la 42; también dos profes curiosos que fingieron pasar “de casualidad”. Valentina palmeó la sábana: “Hoy, además de escalera, vamos a jugar con sombras.” Los ojos se agrandaron. Los adultos también somos niños cuando hay telón.

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—Cambio de reglas —anunció Ariana, levantando un semáforo de cartulina que había fabricado en el taxi (sí, lo hizo en el taxi)—: Semáforo de color.
Rojo = quieto y respirando.
Amarillo = brocha en aire, sin tocar pared.
Verde = trazo suave, sin apuro.

El semáforo resultó la mejor maestra. En rojo, el salón de actos entero bajaba un punto el volumen del mundo. En amarillo, Nati dibujó en el aire la flor futura; Santi entrenó muñeca como quien afina guitarra; Lucho ensayó curvas valientes. En verde, la pared recibió líneas que parecían aprender solas. Valentina caminaba como directora amable: “miren el punto… eso… ahí”, y el trazo obedecía. Diego filmó desde más lejos que de costumbre: hoy quería que el juego se viera más que sus manos.

—Segundo juego: Eco de manos —dijo Vale—. Yo hago un gesto, ustedes lo repiten como eco, sin hablar y sin brocha. Es para que el cuerpo aprenda antes que la cabeza.

Hizo círculos con la muñeca, espirales chiquitas, saltitos de codo. Los chicos devolvieron el eco con risas contenidas. Diego se sumó al final, se le escapó un giro torpe y Mora lo imitó a propósito para que no quedara solo. Yo guardo estos gestos: democracia de torpezas.

—Tercero: Coro mudo —remató Ari—. Los grandes obedecen y los chicos dirigen. Gestos sencillos: arriba, abajo, pausa, cambiar de mano.

Lucho levantó el pulgar como director de orquesta amateur, Santi marcó “pausa” con una ceja, Nati indicó “cambien de mano” y Valentina lo hizo sin quejarse del pulso contrario. Sí, perdió un poco de elegancia; sí, Diego aplaudió con los ojos. Los profes miraban felices: ver a dos adultos competentes obedecer a chicos es espectáculo premium.

Hubo mini-desastres (controlados). Un globo que vivía desde el último acto escolar decidió suicidarse contra el proyector, la imagen tembló y el salón de actos se rió; Ariana lo bajó con una escoba investigadora. Una cinta se pegó a la zapatilla de Vale y, al quitarla, quedó pegote; Diego le ofreció el codo; ella lo tocó; él soltó un chiste malísimo (“la cinta me quiere pero no es recíproco”); siguieron. Bajen la bandera: codo y chiste salvó otro segundo de más.

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—Gran final: sombras —anunció Valentina—. Proyector detrás, sábana delante, y nosotros acá, del lado del público.

Apagaron media luz. El salón de actos se volvió cine. Diego colocó el proyector y la sábana tomó vida; Valentina levantó una flor en sombra con la mano (pulgar y meñique hacían pétalos), Nati inventó una mariposa torpe que gustó más que cualquier mariposa perfecta, Santi descubrió que si abres y cierras la mano despacio, el murciélago deja de ser miedo y pasa a ser cuento.

—Necesito una bici —pidió Vale.

Diego se puso de costado, manos sobre un manubrio invisible; Valentina armó con los brazos el contorno de una rueda; Santi puso la otra rueda con sus manos pequeñas. La bicicleta cobró forma en la sábana. Alguien gritó “¡Que anden!”; empezaron a mover lentamente los círculos. Ariana les sacó una foto a contraluz: en la sombra, la rueda de Vale se montaba apenas sobre la de Diego y parecía encajar. Ojo: parecía.




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