Un Amor de Locos

Azotea con faroles

Si suben a una azotea con faroles caseros, lleven dos cosas: cinta para el viento y una excusa por si el corazón decide temblar. La cinta sirve para los faroles; la excusa… ya veremos.

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A las 18:22, el Mercado La Teja olía a pan del turno de la tarde y a fruta que pide precio amable. La escalera de servicio a la azotea es angosta como secreto de barrio. Diego subió primero con trípode, mochila y esa precisión de quien ya midió el alto de cada peldaño. Valentina venía detrás con el farol 1 (frasco con alambre), el farol 2 (frasco con fe), una bolsa con fósforos, cinta y ganchos colgándole del codo, y el sombrero tratando de no chocar con la pared. Le pesaba el vidrio frío del frasco contra la palma, la bolsa que hacía tac-tac en cada escalón y, más que nada, esa mezcla de nervio lindo que da subir sin saber si el viento va a portarse.

—Si digo que no pesa, ¿me creés? —preguntó Vale, a mitad de tramo, cambiando el farol de mano.

—Te creo y te alcanzo —contestó Diego, girando la mochila al pecho para hacer pasillo. Le sostuvo el farol 2 dos escalones, le enderezó la bolsa con un toque y subió medio paso pegado, por si.

Salieron a la azotea y una brisa fina les pasó por la cara. Valentina hizo el gesto automático de frotarse los brazos. Diego leyó la seña sin debate: se sacó el suéter y se lo ofreció recién ahí, arriba.

—Por si la brisa se cree importante —dijo.

Ella lo miró con cara de “no lo necesito” y, igual, se lo puso. Primer acierto invisible del día.

En la azotea, Sergio ya había tendido una cuerda “para colgar faroles y dudas”. Ariana desplegó su kit de clips, ganchos y un mini semáforo nuevo (“versión brisa”). Tita no vino, pero mandó una nota doblada en cuatro: “No se peleen con el viento. Hagan trato.

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La ciudad abajo respiraba en modo bajo. Faroles caseros colgando, cielo limpio con dos nubes aprendiendo a ser naves. Diego clavó el trípode a la sombra del tanque de agua y, cuando el viento quiso jugar al empujón, se puso delante como pared amable.

Valentina dio dos pasos hasta quedar muy cerca. Con el suéter de Diego puesto, levantó la mano y le acomodó el cuello de la camisa que él llevaba debajo; una arruguita se había quedado haciendo pico. Lo hizo despacio, a cinco centímetros de su cara.

Diego, a esa distancia, no pudo hacer lo de siempre (chiste + escape). La miró distinto, con esa atención que los amigos fingen no tener. Y, sí, le encantó cómo le quedaba su suéter a ella: grande en hombros, justo en muñecas, olor a mercado y a tarde buena.

—Cuando estás quieto, el viento se calma —dijo Vale, bajito, como quien prueba una verdad.

—Quizá soy tripié con pulso —respondió Diego.

—Me sirve —cerró ella, y así quedó bautizado: tripié con pulso. Otro sello para la caja.

Grabaron un plano fijo de veinte segundos: farol que tiembla un poco, hilos que cantan bajito, techo vecino con macetas, la antena de Doña Mecha que a veces trae canciones viejas. El sonido era manso: una tapa de tanque haciendo toc cada tanto, la risa lejana de alguien que contó buen chiste en carnicería, un perro que ladró en tres capítulos (podría ser Chicho, pero no le demos omnipresencia).

Valentina se acercó a la baranda y pegó con cinta un papelito con flecha: “respira alto”. No era para el plano. Era para ella. Diego lo filmó igual, a diez centímetros, porque los papeles con flecha siempre salvan a alguien, hoy o mañana.

—¿Y si el farol se apaga? —preguntó Ari, pragmática.

—Lo vuelvo a encender —dijo Vale—. Hoy tengo fósforos y ganas.

Diego guardó una sonrisa poco técnica. También guardó, sin decirlo, la imagen de ella con su suéter, ajustándole el cuello como si la toma también fuera él.

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Rosa llegó como quien siempre encuentra azoteas. Traía sándwiches envueltos en servilletas (“no hay azotea sin pan”) y dos vasos con limonada “que no discute con la altura”. Se sentaron cerca del borde seguro, los faroles al costado, la ciudad haciendo luces sin presumir.

—Me gusta esto —dijo Vale, mirando abajo—. El mercado sigue su ruido y acá arriba parece que el día explica.

—A mí me gusta mirarte mirar —se le escapó a Diego y él mismo lo redujo con una sonrisa tímida—. Quise decir: queda linda la toma cuando te quedás quieta.

No lo tapen con chiste: Valentina entendió perfecto la primera parte. Bajó el vaso, pensó si decía o no decía, y dijo.

—Me gusta cómo… me bajás el ruido —soltó. Después, para aterrizar—: en la cabeza, digo.

Diego la miró un segundo y no se escondió en la técnica.

—Quiero que te salga bien —dijo, sin traje. La frase dio en el lugar exacto: no pedía premio, no pedía “nosotros”, pero estaba. A mí me pareció suficiente oxígeno para dos faroles.




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