Si quieren saber si alguien es material de “equipo para mucho rato”, pregúntenle si sabe calmar a un bebé, arreglar un cable y esperar un semáforo en amarillo sin tocar bocina. Si dice que sí a dos de tres, ya está; el resto se aprende.
____________________________________________________________________________________
A las 9:18, El Patio olía a pan recalentado, a café de filtro y a bebé recién desayunado. Andrea, la hermana de Diego, cruzó la puerta con una pañalera que parecía equipaje de campaña y una criatura de ojos enormes que todavía no vota pero ya opina con cejas.
—Necesito veinte minutos —dijo Andrea—. El pediatra me cambió la hora. ¿Puedo dejar a Simón acá? Prometo volver con medialunas.
—Obvio —dijo Rosa desde la barra, porque las abuelas honorarias no piden turno.
Diego apareció con su modo tío puesto de serie: hombro confiable, ritmo de mecer que bajaría a un canguro, respiración pareja. Valentina lo miró de reojo, no por la cursilería del cuadro, sino por el temple: el tipo que edita en diez segundos se toma tres minutos para que un bostezo encaje con un suspiro, y ahí no hay algoritmo.
—Hola, Simón —dijo Diego—. Somos gente del vereda-verso. No hacemos ruido si no hace falta.
El bebé lo estiró con esa mirada que perdona a los adultos. Diego marcó un compás suave con los dedos en la espalda (uno-dos, uno-dos-tres), se movió lo justo como péndulo y Simón bostezó largo, brazos en cruz, rendición completa. Valentina tuvo la tentación de filmar; no lo hizo. Eso no era para reels, era para archivo del corazón (sí, existe; y no tiene botón compartir).
—Si hoy te dormís así de fácil con el jefe de edición —susurró Vale—, te contrato de consultor.
—Tiene mejor pulso que yo —contestó Diego, señalándose el pecho con humor discreto.
Andrea dejó dos besos y salió en modo carrera. Quedaron los tres: tío, bebé, Valentina. Rosa asomó una mantita tibia, Ariana dejó una nota (“si llora, poné Drexler bajito”), Ocampo acercó una tapita para botella (no por el bebé, por la ley de gravedad). El mundo, atendido.
Valentina se acercó con una cucharita de té y la hizo sonar contra la taza una sola vez. Diego la miró agradecido; ese tilín puntual es su idioma secreto para entrar a modo calma. Simón se rindió por cinco minutos enteros que parecieron domingo: pestañas pesadas, boca entreabierta, puño flojo.
Vale descubrió algo que sabía, pero hoy lo vio distinto: Diego también sabe estar quedito cuando hace falta. No es pose. No es truco. Es un tipo que mide cortes al milímetro y, sin embargo, le afloja el tiempo a un bebé hasta que el sueño cae por su propio peso.
—¿Te imaginabas así? —preguntó Valentina, sin etiqueta.
—No me imaginaba nada —dijo él, en voz alta.
Y aquí entro yo, que escucho lo que no se dice: por dentro, Diego sí se lo había imaginado—no el cuadro entero, pero un bebé con ojos de ellas, mezcla exacta de mirar el mundo a través de lo sencillo: faroles, pan tibio, bordes con pestañas, el silencio bueno de la vereda. Lo pensó y lo guardó donde se guardan los planes que todavía no piden calendario.
Andrea volvió con medialunas y un mensaje de voz del pediatra: “todo bien, diente en camino”. Simón abrió un ojo, subió la ceja izquierda a lo Nene Brujo y, cuando Andrea lo levantó, se quedó prendido a la remera de Diego con dos dedos diminutos. Traducción: no me quiero ir todavía. Hubo negociación corta: un minuto más de balanceo con tío, medialuna de rescate, y recién entonces pasó de brazos sin protesta mayor.
Valentina le dibujó una carita con miga en la servilleta. Diego guardó una sonrisa tonta para sí, de las que no archiva en ninguna carpeta.
—Me gusta este modo —dijo Vale, cuando Andrea se fue—. No es show. Es… vida.
Diego no la corrigió. No hacía falta. Afuera alguien barrió la vereda; adentro, el compás siguió en uno-dos, uno-dos-tres hasta que el café se volvió tibio y la escena aprendió a quedarse quieta.
_________________________________________________________________________________
A mediodía, tocó ir a Calle de los Azulejos a resolver una “observación menor”: un vecino puntilloso, Don Héctor, que quería “ver los papeles en vivo”. Llegaron con carpeta amarilla, cinta de marcar perímetro y calma de sábado a las doce aunque fuera martes.
—No es que me oponga —dijo Héctor, con voz de persona que nació con lupa—. Solo quiero saber si mi pared va a terminar con firma de otros.
—Su pared solo termina con mi firma si usted quiere —contestó Valentina, sin apuro—. Y la firma es chiquita. Y la autora soy yo. Si no le cierra, no pintamos. No hacemos vitrinas humanas.
Diego apoyó la carpeta en el capó de un auto (sin foto) y abrió los separadores como mago ordenado. Mostró el plano de seguridad, el cronograma, el listado de permisos con nombre. Señaló con birome el punto de ensayo de lluvia y el de corte de cables si Chicho decide que el enchufe es almohada.
#4764 en Novela romántica
#1430 en Chick lit
amistad a romance (friends to lovers), malentendidos y humor viral moderno, apps de citas
Editado: 01.11.2025