Si van a grabar “parejas reales”, lleven tres cosas: batería extra, paciencia extra y una bolsita para guardar los “ay, mirá qué lindos” que va soltando el barrio. Spoiler: la bolsita nunca alcanza.
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A las 6:08, la panadería de Doña Mecha ya tenía harina en el aire y un reloj que funciona por olfato. Rubén canturreaba bajito un estribillo viejo, Mecha medía a ojo como si tuviera un contador invisible en las manos. Valentina pegó dos flechas pequeñas cerca del mostrador: acá respira y acá espera. Diego montó cámara “a ras” con una tolerancia que habría aprobado cualquier santo de los cables: perfil bajo, cero estorbo.
—No nos miren a nosotros —dijo Mecha—. Miren al pan. Nosotros hace años que nos sabemos.
—Igual los miramos —respondió Vale—. Para que otros se acuerden que el pan no sale solo.
Diego pidió un tilín de bandeja y Rubén, que ya entendió el idioma, tocó metal una sola vez. El sonido entró redondo. Valentina anotó: “tilín pan”. Sergio sostuvo la luz como quien arrulla una masa. Rosa apareció con termo (la panadería no se ofende si llega café de afuera, es código).
—¿Eso va al internet? —preguntó Mecha, con sonrisa de “da lo mismo, nosotros igual amasamos”.
—Va a la vereda entera —dijo Vale—. Y a un jefe que todavía cree que “romántico” se imprime con neón.
Diego la miró con media risa: orgullo en modo pan tibio. Cuando acabaron, Mecha les pasó una pieza “para llevar” que, misterios de la vida, siempre alcanza para todos.
—Gracias por poner nuestros nombres —dijo Rubén, limpiándose la harina.
—Gracias por no guardarlos —contestó Vale.
Guardaron el clip como quien guarda una hogaza. Salieron con la bolsa de pan al codo, cruzaron la esquina por Plátanos: el puesto de verduras marcaba precios con tiza, un repartidor saludó con casco en alto, Chicho olfateó la bolsa y aprobó con puf. Diego llevó la cámara colgada y la patineta bajo el brazo, ese gesto que le cambia la espalda a “listo para saltar charcos”. Valentina caminó medio paso por delante con el marcador en el bolsillo; al fondo ya se veía el pizarrón de Taza Justa esperando números nuevos.
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A las 8:34, Taza Justa tenía fila chica y barista grande de humor. Lalo y Inés —la pareja del café que dona tazas por vistas— ajustaron el pizarrón: “+10 cafés donados por video de lluvia”. Valentina dibujó una taza mínima en la esquina con su marcador. Diego encuadró vapor a contraluz, ya le agarró la mano a esa mini niebla que parece hilo.
—Hoy no quiero sponsor gritando —dijo Lalo—. Quiero que se vea la mano que deja la taza.
—Y que Inés no salga tapada por el molino —agregó Inés, con tono de productora y sonrisa de “me tocaba decirlo”.
Diego movió medio centímetro el trípode. Valentina le acomodó el cuello del suéter como si eso viniera con el movimiento. 1.5 s. Ya es costumbre (de las que curan).
—¿Listo? —preguntó Inés.
—Listo —dijo Vale.
—Siempre listo —dijo Diego, y bajó los hombros como cuando un plano cae justo donde debe.
Café servido, taza donada, pizarrón sumó el número. Ariana hizo foto de registro con letra clara: “Lalo & Inés +2”. Rosa dejó un bizcocho que fingió no estar. Ocampo se ofreció de fletero de cajas (“la camioneta es vieja pero no miente”).
Salieron a la vereda, aire de “esto es lo que vale”. Valentina caminó medio paso por delante, Diego medio por detrás; al cruzarse con un charco, él dejó caer la patineta, la empujó con el pie y la deslizó hasta quedar puente. Vale la pisó como si siempre hubiese sido un puente. Rieron por pavada sincronizada. A mí me gustan esas coreografías baratas: enseñan más que un dron.
—Se cobra peaje —dijo él, juego en la voz.
—Pago en miga —dijo ella, levantando la bolsa de pan.
Diego recuperó la tabla con un manual cortito, la giró en el aire apenas (show cero, sonrisa sí) y la encajó bajo el brazo. Dos chicos en bici frenaron para mirar; Vale les guiñó y señaló el pizarrón de Taza Justa: “por cada vista, una taza”. Los chicos asentaron con entusiasmo de misión y salieron disparados.
Siguieron andando. Vale rozó con el índice la taza dibujada en el vidrio —su forma de firmar sin marcador— y Diego ya tenía el gesto aprendido: bajó la patineta, la sostuvo con el pie y le ofreció el borde como quien ofrece mano más que asiento.
—¿Practicamos la parada de vereda? —propuso, mitad profe, mitad cómplice.
—Parada de vereda… con banca —aceptó Vale, acomodando los pies como él le enseñó: uno perpendicular sobre los tornillos, el otro lista para el empuje.
Diego se colocó al costado, mano a la altura del codo, sin tocar, por si hacía falta. Ella dio dos impulsos cortos, la tabla avanzó parejita y él acompañó al paso, atento al equilibrio, sonriendo cuando Vale clavó la mini curva sin perder la línea.
—Bien ahí—dijo él—. Talón flojo, mirada al frente.
—Tengo buen coach —contestó ella, y se dejó llevar un metro más antes de bajar “a la suya”, redonda.
No hubo truco ni música: solo vereda, pan tibio aún en la bolsa, la taza en el pizarrón y dos personas que, a fuerza de práctica, ya se mueven al mismo ritmo.
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Editado: 01.11.2025