Si el corazón tiene carpeta “por si”, créanme: el sistema operativo la abre solo cuando uno menos quiere. Y los nombres de archivo no piden permiso; aparecen como si fueran recuerdos con título.
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Pasado el mediodía, todo estaba listo en El Patio: guirnaldas altas, sillas en sombra, vaso propio como contraseña de entrada y el pizarrón diciendo en grande CIERRE “PUERTO JACARANDÁ – VEREDA”. Faltaba Diego.
“Cinco minutos”, había puesto él cerca del mediodía. Pasó media hora.
Valentina decidió ir a buscarlo. No por urgencia de cables: por ese “decilo bien, cuando toque” que él había prometido la víspera y que hoy, con gente, podía pedir vereda. Tocó. Nadie respondió. Volvió a tocar. Nada. La puerta cedió con el mismo sonido que hacen las dudas cuando se cansan.
Diego dormía, el cansancio doblado sobre la espalda. Había pasado la noche en vela, peleándose con una carpeta que empezaba con “doce_” y terminaba en “_vereda”. En el escritorio, la computadora —la suya, la no pública, la que no sale del cuarto— tenía la pantalla negra, pero no apagada: bastó el roce de un dedo para que el pulso azul volviera a la superficie.
Valentina la encendió con la intención sencilla de revisar el último corte del proyecto, confirmar un detalle de audio y salir. El reproductor recordó a su antojo el último archivo. En el escritorio, una ventana ya abierta: /audio/Cometa/. Y adentro, nombres que dolían por reconocibles: “si_no_es_ahora.wav”, “doce_palabras_boceto.txt”, “limonada_borrador_3.m4a”.
Un click involuntario —más bien un parpadeo— y corrió medio segundo de una voz que no necesitaba presentación:
—“Los silencios bien atendidos hacen equipo” —dijo él, sin estar despierto ahí, pero estando.
Valentina no buscó más. No abrió nada más. No hizo inventario. Entendió. Cerró la ventana de la computadora con cuidado —como se cierran cosas que no alcanzan a romperse—, lo llamó por su nombre despacio hasta que despertó, y no hubo reproche: hubo prisa.
—Te están esperando —fue todo lo que dijo.
Diego se incorporó a medias, pidiendo perdón con los ojos de alguien que no sabe todavía por qué. En el borde de la pantalla, el ahorro de la noche —un archivo con título: doce_palabras_vereda.txt— no decía nada. La pantalla entró en suspensión un segundo antes de que él mirara. Para él, la computadora estaba “como siempre”. Para Valentina, ya no.
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De vuelta en El Patio, Ariana tildaba las últimas casillas del pizarrón. Vico hizo la prueba de sonido y Ocampo movió una silla dos centímetros para medir la sombra.
—El jefe llega a las 17:30 —avisó Sergio—. Dice que prefiere escuchar antes que hablar.
Diego entró rápido, suéter al hombro. Saludos breves, comentarios prácticos. Valentina respondió con la educación de siempre, pero cortita, sin adornos. No había filo: había vidrio.
Diego tomó una bandeja con vasos y se acercó.
—¿Te alcanzo uno? —preguntó, sosteniéndolo a la altura de su mano.
—Dejalo en la mesa —dijo ella, sin mirarlo, limpiándose una mancha de pintura del pómulo con el dorso de la mano. Cuando él, por reflejo, iba a señalarle otra gota en la frente, Valentina se adelantó: —Ya lo sé.
Diego asintió y dejó el vaso. Buscó entonces el cable del proyector, que había quedado cruzado con la extensión de las luces. Se agachó para destrabarlo y, al levantarse, casi roza su hombro con el de ella.
—Perdón —dijo él, un paso atrás.
—Todo bien —contestó Valentina, dando también un paso, pero hacia otro lado.
La distancia quedó medida al milímetro: dos pasos, un vaso sobre la mesa y una cuerda invisible que nadie tocó. Si alguien hablaba más alto, se rompía; ese día, todas las voces eligieron el volumen justo.
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A las 17:58, las primeras palmas. A las 18:05, limonada en marcha. El barrio llegó con pasos de domingo y ganas de quedarse. Tita repartió vasitos, Rosa el pan, Ariana música bajita, Sergio acomodó las lonas hasta que la sombra quedó mansa.
El jefe apareció puntual, con traje que intentaba no parecerlo. Miró el mural como quien lee una carta con letra conocida y, cuando le ofrecieron el micrófono, lo sostuvo breve:
—Esto… es exactamente lo que dijimos que tenía que pasar: que quede el color y quede la gente. Gracias por hacerlo simple de verdad. Sigamos.
Noventa segundos. Aplauso sincero. Un niño pidió tiza para dibujar “un árbol como el de al lado”. Ocampo marcó con una flechita blanca la rama nueva.
Valentina sonreía para la foto de todos, decía “gracias” a cada nombre y, cada tanto, evitaba el ojo de Diego por un milímetro. Él buscó el momento con paciencia de quien mide el viento antes de hablar.
—¿Caminamos un segundo hasta el borde? —pidió Diego, cuando el jefe se mezcló entre vasos y bromas.
—Tengo que cambiar el agua de la jarra —dijo Valentina, y cambió la jarra.
Más tarde, él:
—¿Te muestro algo de la línea que marcamos ayer?
—Después de que hable Tita —y habló Tita.
Al rato:
—¿Podemos ir un minuto a—
—Sergio me pidió cinta —y la cinta apareció de golpe a dos mesas.
La Regla 1 no era el problema; la carpeta, sí. Valentina no evitaba a Diego por enojo: lo cuidaba de un impacto en mala hora. Él, con la verdad atragantada en la garganta, eligió callar en público. La vereda que habían prometido para confesiones estaba ahí mismo, pero convertida en pasillo de fiesta. No era el lugar: todavía no.
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Noche cerrada. Última foto grande bajo la luz amarilla de los postes. El jefe chocó el vaso con Ocampo y se fue sin discurso extra. El mural quedó respirando en penumbra, el jacarandá mirándose en la pared como un espejo recién lavado. No hubo placa de metal. Hubo un “hasta mañana” que sonó a raíz.
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Editado: 12.11.2025