Si la verdad va a venir en audio, que al menos venga con vereda. Mejor aún: traerla caminando, mirar el jacarandá y pedir 90 segundos de silencio antes de hablar. Los secretos no son bombas: son archivos sin nombre. Poneles nombre y dejan de hacer ruido. Y si trajeron doce palabras, no las suelten de golpe: dósenlas, que rinden más.
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El Patio estaba en modo domingo: sillas apiladas, olor a tiza, silencio que no pesa. Ariana lavó dos vasos sin prisa.
Valentina entró con el ceño amarrado al pañuelo. Había dormido poco y discutido mucho consigo misma: ir o no ir, verlo o no verlo, creer o no creer. Le dolía no haberse dado cuenta antes.
—Te cronometro noventa segundos si querés —dijo Ariana, secándose las manos.
Valentina no respondió al principio. Guardó el celular en el bolsillo como quien guarda un fósforo: puede encender algo, pero no ahora.
—Anoche te lo conté todo —dijo, bajito—. Lo que vi en su compu. Los audios. Las fotos. Los .wav con mi nombre sin decirlo. Estoy cruzada… conmigo.
Ariana la miró una vez, entera. Bajó la voz.
—Sí. Me lo contaste. Y acá estoy —respondió—. Perdón por saberlo antes y no poder arreglarlo. No era mío contarlo, tampoco era mío callarte a vos. Hoy, primero escuchar. Después hablar. Y si no sale, respiramos y lo intentamos mañana.
Valentina ajustó el pañuelo. Asintió.
—Primero escuchar —repitió, como si acomodara una piedra en el bolsillo para recordar el peso justo.
El mate no salió; salió aire.
Ariana levantó el vaso como si fuera un cartel invisible: 90 segundos.
—Yo te marco el tiempo —susurró—. Vos marcá el tono.
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La vereda de Ocampo parecía un cuaderno nuevo. Diego llegó antes. Dejó un vaso, apoyó una tiza, abrió el teléfono, escribió “Soy yo” y lo borró. Respiró y, junto al cordón, escribió chico: 12 palabras. Guardó la tiza. Se sentó en el borde. Miró el jacarandá de la pared como quien busca la sílaba que falta.
A las 19:10, Valentina llegó con paso exacto. Se sentó a un brazo de distancia. El aire traía pan de ayer y limonada que ya no estaba.
—Vengo a decir la verdad en vereda —dijo Diego, sin levantarse.
—Gracias. Primero, escuchar —respondió ella, breve pero clara—. Después, hablar.
Diego asintió y, por primera vez en todo el día, puso el teléfono lejos. Se frotó las manos.
—Antes de decirlo, necesito reconocer algo —empezó, mirando el jacarandá y no sus propios zapatos—. Ayer estabas distinta conmigo. Educación, sí; cercanía, no. Me esquivaste una mirada por un milímetro. Cuando dije lo de la gota, respondiste “ya lo sé”. No hablábamos de la gota. Y yo sé por qué.
Valentina sostuvo el mentón: seguí.
—Llegué tarde porque me quedé de noche abriendo una carpeta que no tendría que existir así. Textos, audios que nunca mandé, recortes. No están en ningún trabajo público, pero existen. Los guardé. Y… creo que los viste. No porque buscaste: porque yo dejé la puerta mal cerrada.
—Seguí —dijo ella, con el tono que habían ensayado con Ariana.
—Soy Cometa —dijo, por fin—. Y te debo tres perdones: por no decirlo antes, por guardar sin pedir permiso, y por dejar que un archivo hablara antes que yo. No hay nada publicado con eso. Eran mi forma de ensayar valor y de entender… no “quién eras”, porque te conozco desde siempre; de entender cómo decirte lo que me estaba pasando sin arruinar lo que ya teníamos. Me dio miedo que, si lo decía mal, nuestra amistad cambiara, y no para bien. Me escondí en el alias para no poner en riesgo lo más importante.
Pasó una bicicleta. Valentina miró el borde del dibujo y luego el cordón con las 12 palabras.
—Gracias por decirlo acá —respondió—. Lo de la carpeta lo vi. No abrí todo. Con una línea alcanzó para entender el tamaño. No me dolió quién sos; me dolió no haberlo sabido por vos. Y sí, ayer te corrí la mirada. No estaba lista. Hoy vine a escuchar eso primero.
—Si querés que borre todo, lo borro hoy. Si querés que lo documente y te lo comparta para que decidamos juntos, lo hago. Si querés distancia, una semana o más, también puedo —dijo Diego—. Solo quería que la primera vez que escuches mi voz diciendo esto sea acá, no en un .wav.
Valentina dejó caer los hombros medio centímetro. El enojo se acomodó al costado.
—No necesito una semana —dijo—. Necesito orden: primero verdad, después límites. Lo que exista con mi voz o mi imagen, lo vemos juntos y decidimos juntos. Y otra cosa: si vamos a hablar de mí, me mirás a mí. Si vas a hablar de vos, también.
—De acuerdo. Mirándote —asintió.
El silencio no pesó. Ariana, a varias cuadras, habría levantado el cartel invisible: 90 segundos.
—Tu 90 —marcó Valentina—. Decime el cómo sin poesía.
—Cronómetro mental —sonrió nervioso—. Empecé a escribir como Cometa porque, siendo tu amigo de siempre, no quería empujar nada con mi cara de Diego. Tenía miedo de que un “me importás” mal puesto rompiera lo que funciona desde años. El alias fue un ensayo de valentía y, a la vez, una cobardía. Me prometí decirlo en persona cuando pudiera sostenerlo sin temblar. Me demoré. Fin.
—Mi 90 —respondió ella—: me importás más de lo que pensé. No sé qué nombre lleva eso todavía. Sí sé dos cosas: no quiero archivos con mi nombre sin mi permiso, y si seguimos hablando, que sea así: vereda, vaso y tiza. Sin pantallas que decidan por nosotros. Y cuidando primero la amistad que ya existe.
—Acepto —dijo Diego—. Y gracias por venir aunque estabas. Lo vi.
—Yo también lo vi —y por primera vez en la tarde no evitó su ojo ni un milímetro.
Diego dejó la tiza en el cordón.
—¿Me dejás escribir las primeras tres de las doce?
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Editado: 12.11.2025