Las primeras luces del amanecer se colaron por las cortinas de mi apartamento, llenando la habitación con un tenue resplandor dorado. Había pasado la noche repasando cada palabra del manuscrito, buscando algo que pudiera darnos más pistas sobre la maldición. Tristán, en cambio, había pasado gran parte del tiempo en silencio, observando con una curiosidad contenida todo a su alrededor: desde la lámpara que yo encendía y apagaba hasta mi cepillo de dientes olvidado sobre el lavabo.
—¿Cómo funciona todo aquí? —preguntó finalmente, mientras yo cerraba el manuscrito con un suspiro frustrado—. Es tan… diferente.
Lo miré, y por primera vez desde que había aparecido, me di cuenta de cuán fuera de lugar se veía. Su ropa, su postura, incluso la forma en que me miraba, todo parecía sacado de otro tiempo, de otro mundo.
—Tendré que enseñarte —respondí, soltando una pequeña risa nerviosa—. Si vas a quedarte aquí mientras buscamos una solución, no puedes ir por ahí luciendo como… bueno, como un caballero medieval.
Él arqueó una ceja, divertido.
—¿Qué tiene de malo cómo luzco?
—Nada… en tu mundo. Pero aquí, no puedes andar con botas altas de cuero y una capa como si vinieras de una feria renacentista.
Su sonrisa se ensanchó, pero no dijo nada más, dejándome claro que sería yo quien tendría que tomar la iniciativa.
Más tarde, después de una ducha rápida en la que tuve que explicarle cómo funcionaba el agua caliente —y lidiar con su asombro al ver el vapor—, lo llevé a una tienda cercana para conseguirle algo de ropa adecuada. El cambio fue… impactante.
Tristán, vestido con unos vaqueros oscuros y una camiseta ajustada, parecía alguien completamente diferente, pero igualmente encantador. Si cabe, ahora lucía aún más atractivo, y traté de no dejar que mi mirada se detuviera demasiado en cómo la tela acentuaba sus músculos.
—¿Esto es lo que usan aquí? —preguntó mientras ajustaba los pantalones, todavía incómodo con la modernidad de su atuendo.
—Sí, y créeme, pasas desapercibido ahora. Antes parecías un extra de una película de fantasía.
Su risa fue baja y cálida, y por un momento, olvidé toda la locura de la situación.
Durante los días siguientes, me dediqué a mostrarle lo básico del mundo real: cómo funcionaba el transporte público, las luces de tráfico, incluso el teléfono móvil. Ver su reacción ante todo era como redescubrir las cosas que yo daba por sentado.
—¿Qué es esto? —preguntó un día, sosteniendo mi móvil y presionando la pantalla con la misma cautela con la que había tocado mi computadora.
—Es un teléfono. Sirve para comunicarse con otras personas, pero también tiene internet, música, juegos…
—¿Juegos? —repitió, curioso.
Le enseñé uno sencillo, y su expresión de asombro fue tan genuina que no pude evitar reírme.
—Eres como un niño en una juguetería.
Él me miró, y por un instante, su sonrisa se desvaneció, dejando paso a una mirada más profunda, más intensa.
—Todo esto es nuevo para mí, Mía. Pero hay algo que no ha cambiado desde que llegué aquí.
—¿Qué cosa?
—Tú —dijo simplemente, y mi corazón dio un vuelco.
A medida que pasaban los días, la cercanía entre nosotros se hizo inevitable. Tristán no solo era curioso y valiente, sino que también tenía un encanto natural que empezaba a desarmar mis defensas. Su forma de preocuparse por mí, de escuchar cada palabra como si fuera lo más importante del mundo, hacía que olvidara por momentos la amenaza de la maldición.
Una noche, mientras compartíamos una taza de té en el pequeño sofá de mi sala, nuestras manos se rozaron accidentalmente. Ambos nos quedamos quietos, y el aire entre nosotros pareció cargarse de electricidad.
—Tristán… —comencé, pero no sabía cómo continuar.
—Dime algo, Mía —dijo él, inclinándose ligeramente hacia mí—. ¿Qué era lo que esperabas de mí cuando me escribiste?
—Yo… —mi voz tembló, y desvié la mirada—. Nunca pensé que serías real. Te imaginé como alguien perfecto, alguien que solo podía existir en mis sueños.
Él sonrió, pero había algo melancólico en sus ojos.
—Nadie es perfecto, ni siquiera en un libro. Pero aquí estoy, en tu mundo. Y mientras lo esté, no quiero ser solo un personaje.
Antes de que pudiera responder, su mano se movió hacia la mía, tomándola con suavidad. Mi corazón latía con fuerza, y aunque sabía que esto complicaría aún más las cosas, no podía apartarme.
En ese momento, entendí algo aterrador: estaba empezando a enamorarme de él. Y si la maldición seguía vigente, ese sentimiento solo haría más doloroso lo que pudiera suceder al final.
La intensidad del momento quedó suspendida en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido para nosotros. No dije nada; tampoco él. Pero nuestras miradas parecían hablar un lenguaje que ni yo misma comprendía del todo. La calidez de su mano en la mía era reconfortante, y al mismo tiempo, un recordatorio del caos en el que nos encontrábamos.
Finalmente, Tristán rompió el silencio, su voz suave, casi un susurro.
—No tienes que decir nada, Mía. Pero quiero que sepas que, en este mundo extraño, tú eres lo único que tiene sentido para mí.
Sus palabras hicieron que algo dentro de mí se derritiera, pero no podía permitirme el lujo de ser débil. Había una maldición sobre nosotros, y cualquier paso en falso podría llevarnos al desastre.
—Tristán… esto es complicado. No sabemos cuánto tiempo podrás quedarte aquí. Y si… si no encontramos una solución…
Él apretó mi mano con más fuerza, interrumpiéndome.
—Entonces busquemos una solución. Juntos.
Sentí un nudo en la garganta, pero logré asentir. Tenía razón; no podíamos rendirnos. Pero incluso mientras hacía esa promesa, no podía ignorar el temor que comenzaba a invadir cada rincón de mi mente.
A la mañana siguiente, decidí que necesitábamos cambiar de estrategia. Hasta ahora, había buscado respuestas en el manuscrito y en las leyendas que conocía sobre magia y maldiciones, pero no había considerado que tal vez la respuesta estuviera en algún lugar del pasado del libro.