Desde hace años, ella despierta con una sensación difícil de explicar. No es tristeza, no es felicidad… es como si hubiera vivido algo que todavía no pertenece del todo a este mundo. Cada cierto tiempo aparece el mismo sueño, como una estación que regresa sin anunciarse.
En el sueño no recuerda su rostro, pero siempre reconoce sus ojos.
Azules. Profundos. Con esa mirada que parece decirle que la conoce desde antes de que ella hubiera nacido.
La primera vez que lo vio, fue como si se estuvieran encontrando por primera vez y al mismo tiempo reencontrando tras una vida perdida. No hablaron mucho, pero no hizo falta: hubo una calma extraña, una sensación de hogar.
Con el paso de los años, los sueños fueron cambiando.
Ya no era solo un encuentro. Ahora había momentos:
las manos que se rozaban sin miedo, risas suaves, la sensación de estar construyendo algo. Y más adelante, como si los sueños tuvieran memoria propia, lo veía como su esposo. No recordaba el día de la boda, ni el camino hasta allí. Solo sabía que estaban juntos, como si siempre hubiera sido así.
En el último sueño, él la miró exactamente como siempre: con esa ternura que duele un poco, porque se siente real… pero no puede quedarse.
Y entonces ella despierta.
Y lo único que se lleva consigo son esos ojos azules.
Y la pregunta que nunca se responde:
¿Quién eres?