Con el diario entre las manos, ella pasó las páginas con cuidado. La tinta antigua parecía respirar, como si las palabras hubieran estado esperando todo ese tiempo para ser leídas por ella.
Alexander se quedó a su lado, silencioso, como si temiera revivir lo que iba a encontrar allí.
Finalmente, encontró la página.
La que él no quería que ella leyera.
La que la historia quiso enterrar.
“La noche antes de que todo terminara, intentamos huir.
Yo era duque por nacimiento, pero hombre por elección.
Quise elegirla a ella. Y eso fue mi traición.”
A medida que leía, la habitación comenzó a desvanecerse. No era un sueño, era memoria.
De pronto ya no estaban en la sala del museo.
Estaban en otro tiempo.
Una noche antigua.
Un carruaje esperando junto a los jardines del palacio.
Ella —en otra versión de sí misma— con un vestido sencillo y lágrimas brillando como estrellas.
Alexander, con la capa del duque, pero sin la corona del deber. Solo un hombre enamorado, temblando por arriesgarlo todo.
—Si cruzamos la frontera antes del amanecer, estaremos a salvo —le había dicho él, tomándole las manos—. No volveré a elegir una vida sin ti.
Pero antes de que pudieran subir al carruaje, alguien los vio.
Una figura poderosa, conocido de él.
Un hombre que no aceptaba el amor sin permiso.
Los guardias llegaron. Hubo forcejeos, voces rotas.
Alexander fue separado de ella.
Y entonces, la decisión impuesta:
él debía casarse con alguien de su rango o perderlo todo.
Ella sería desterrada, su nombre borrado para siempre.
Él eligió rebelarse.
Y la rebelión tuvo precio.
“Me ofrecieron renunciar a ella para salvarme.
Pero salvarme no tenía sentido si la perdía.
Así sellé mi destino.”
La página final revelaba parte de la verdad que nadie debía saber:
“Morí defendiendo nuestro amor.
No por la espada.
Por la elección.”
La palabra elección quedó suspendida en el aire como un hilo entre ambas vidas.
La visión terminó. La vista volvió a ser la sala.
Ella respiraba como si hubiera corrido a través de los siglos.
Alexander bajó la mirada, como si por fin hubiera confesado su pecado y su promesa.
—No fue tu culpa —dijo el, con la voz quebrada.
Ella negó suavemente.
—Lo fue… y lo es. Pero esta vez no permitiré que el pasado decida por nosotros.
Ella cerró el diario. Sus manos seguían temblando.
—Entonces terminemos lo que empezamos.
Alexander asintió.
Y por primera vez desde la vida que perdieron, la esperanza brilló en sus ojos azules.