Un amor del pasado

Capítulo 8

Isabella cerró los ojos. Algo dentro de ella comenzó a abrirse como una puerta interna que había permanecido sellada por siglos. Sus recuerdos regresaban, no en fragmentos… sino como un torrente.
—Estoy empezando a recordarlo todo —susurró—. Pero hay algo que no entiendo. Algo que falta.
El dio un paso cercano, intentando sostenerla, aunque su cuerpo aún vibraba como si existiera entre dos mundos.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó.
Ella respiró hondo, como si estuviera extrayendo memorias desde lo más profundo del tiempo.
—Recuerdo nuestro amor prohibido… Recuerdo intentar huir contigo… Recuerdo la noche en que nos descubrieron. Pero hay un vacío justo antes de tú muerte. Como una página arrancada.
Ella sintió un escalofrío. Aquella ausencia no era olvido: era protección.
—Tal vez no debamos recordarlo —susurró el.
Pero el diario —como si escuchara— se abrió solo, sus páginas pasando como impulsadas por una voluntad ajena. Se detuvo en una sección escrita con tinta más oscura, casi oculta a propósito. Palabras tachadas, pero no lo suficiente como para desaparecer.
Alexander leyó.
Y el color se le escapó del rostro.
“No fue él quien debía morir aquella noche.”
La tinta parecía aún húmeda, como si el pasado acabara de escribirse.
“El destino exigía la sangre de la mujer que el duque amaba.
Su muerte aseguraba la continuidad del linaje.
Su sacrificio impedía la caída de la casa.”
Ella retrocedió, confundida. Las palabras parecían imposibles, como si el mundo se fracturara con cada línea.
—¿Yo… debía morir? —su voz era apenas un hilo.
Alexander alzó la mirada, sus ojos azules llenándose de horror y verdad.
—Sí. Yo fui quien cambió el destino. Fui yo quien tomó tu lugar.
Los recuerdos empezaron a volver, pero no suaves: ardían.
La noche.
Los guardias.
La espada destinada a ella.
Alexander colocándose delante.
El tiempo inclinándose alrededor de la elección.
“Ofrecí mi vida a cambio de la suya.
El destino aceptó.
A ella la borraron.
A mí me recordaron.”
Ella llevó una mano a su pecho, como si sintiera una herida que no existía en esta vida, pero que su alma sí recordaba.
—¿Por qué ninguno de los dos lo recordábamos?
Alexander cerró el diario con fuerza.
—Porque el destino no perdona cuando se le roba una muerte.
—Entonces… fuimos castigados —murmuró ella.
—No —corrigió él suavemente, mirándola como si la amara desde cada una de sus muertes—.
Fuimos separados.
En ese momento, el aire del palacio se quebró como un cristal.
Una presencia invisible recorrió los muros.
Los candiles temblaron.
Una voz —la misma que antes— habló desde la oscuridad:
—Una muerte evitada es una deuda pendiente.
Alexander tomó la mano de ella, esta vez sin que la conexión se deshiciera.
Sus dedos se entrelazaron.
Algo cambió.
El destino tembló.
—No más —dijo él—. Ya pagué ese precio una vez. No volveré a entregar ninguna de nuestras vidas.
La sombra retrocedió.
Por primera vez, parecía temerles.
Y entonces, algo nuevo ocurrió:
La memoria de ella despertó.
Un nombre atravesó su mente como un latido antiguo:
Isabella.
Ese había sido su nombre.
El nombre que la historia intentó borrar.
El nombre que él gritó antes de morir.
Alexander lo dijo en voz alta, temblando:
—Isabella.
Ese eras tú.
Ese vuelves a ser.
Y cuando lo pronunció, algo se desbloqueó entre los dos.
Como si la puerta —la verdadera puerta— hubiera escuchado.




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