Elena no pudo apartar la vista del hombre frente a ella. Algo en su expresión, en la forma en que la miraba, le resultaba extrañamente familiar. Como un recuerdo al borde de la conciencia, como un sueño que se niega a desvanecerse del todo al despertar.
—No lo sé… —respondió ella, con un nudo en la garganta—. Pero siento que sí.
El hombre sonrió, y Elena sintió un estremecimiento recorrer su espalda.
—Qué curioso… yo también.
Se quedó mirándola un segundo más, como si estuviera a punto de decir algo más, pero luego negó con la cabeza y se rió, como si se sintiera ridículo.
—Perdón, no quiero parecer extraño. Solo… tuve esa sensación.
Elena parpadeó. Su corazón latía con fuerza.
—No, está bien. Me pasa lo mismo.
Él extendió la mano.
—Me llamo Gabriel.
Elena sintió un vacío abrirse en su pecho. Su cuerpo se tensó, su piel se erizó.
El nombre golpeó algo dentro de ella. Algo antiguo. Algo perdido.
Se obligó a sonreír y estrechó su mano.
—Elena.
Cuando sus dedos se tocaron, un destello de algo la atravesó.
Un reloj marcando las 6:10.
Un pacto susurrado en la oscuridad.
Un adiós entre lágrimas.
Elena retiró la mano con brusquedad, respirando entrecortadamente.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Estás bien?
—Sí… —murmuró ella, aunque no estaba segura de que fuera cierto—. Es solo… extraño.
Él asintió, como si entendiera sin necesidad de explicaciones.
—Tal vez nos hayamos cruzado antes.
Elena bajó la mirada.
—Tal vez.
Pero en lo más profundo de su ser, supo que no era eso.
No era un simple cruce de caminos.
Era el eco de una historia que jamás debió repetirse… y que, sin embargo, se negaba a desvanecerse por completo.
Y entonces, sin razón aparente, el reloj de la cafetería marcó exactamente 6:07 a. m.
Elena sintió un escalofrío.
El ciclo había terminado.
Pero el destino… aún tenía algo más que decir.