Elena pensó que, en algún momento, la magia se rompería.
Que este instante fuera del tiempo se desvanecería, que la sensación de conocer a Gabriel sin realmente conocerlo desaparecería.
Pero no lo hizo.
Seguía ahí.
Seguía sintiéndolo.
Y mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, supo que estaba caminando hacia algo inevitable.
—¿Te puedo preguntar algo? —murmuró Gabriel, sin soltar su mano.
Elena asintió.
—¿Tienes miedo?
La pregunta la tomó por sorpresa.
—¿Miedo de qué?
Gabriel giró levemente el rostro, como si tratara de leer algo en su expresión.
—De esto. De nosotros.
Elena sintió un nudo en la garganta.
Porque sí.
Porque esto se sentía más grande de lo que podía manejar.
Porque no quería enamorarse de alguien que apenas conocía.
Y, sin embargo, estaba sucediendo.
—No lo sé —susurró, desviando la mirada hacia el agua—. Pero creo que sí.
Gabriel no respondió de inmediato.
Y cuando lo hizo, su voz fue más baja.
—Yo también.
Elena se volvió hacia él.
—¿Entonces por qué seguimos aquí?
Gabriel sonrió de lado.
—Porque, a pesar del miedo… quiero quedarme.
Elena tragó saliva.
Sintió su corazón latir contra sus costillas, como si buscara liberarse de su pecho.
Todo esto era demasiado.
Demasiado rápido.
Demasiado intenso.
Demasiado perfecto.
Y, en el fondo, una pequeña voz le susurró que lo perfecto nunca duraba.
Pero antes de que pudiera alejarse, antes de que pudiera levantar sus muros, Gabriel hizo algo que la desarmó por completo.
Con delicadeza, con una suavidad que le erizó la piel, deslizó sus dedos por su mejilla.
—Elena…
Su nombre en sus labios sonó como un secreto.
Como una promesa que aún no entendía.
Ella cerró los ojos un instante, permitiéndose sentir.
Y entonces, cuando volvió a abrirlos, algo cambió.
Porque detrás de Gabriel, reflejada en el agua del lago, había una sombra.
Una sombra que no debería estar ahí.
Una figura sin rostro.
Observándolos.
Esperándolos.
Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Y, por primera vez desde que conoció a Gabriel, sintió miedo de verdad.