La luz cálida que los envolvía empezó a menguar.
Elena abrió los ojos, pero algo no encajaba. El pasillo dorado donde hacía segundos sentía la esperanza vibrar, ahora parecía desvanecerse como un sueño que uno no quiere soltar pero se disuelve igual entre los dedos. Su respiración se tornó agitada, su corazón golpeaba con fuerza en su pecho. Gabriel aún la sostenía, pero su abrazo... ya no se sentía igual.
Se apartó apenas unos centímetros. Gabriel la miraba, sí, pero había algo distinto en su mirada. Un brillo que no había visto antes. No era amor. Era otra cosa. Algo que le heló la sangre.
—Gabriel… ¿qué está pasando? —susurró.
Él esbozó una sonrisa breve. Casi una mueca. No contestó enseguida. Solo la miró como si midiera cada gesto de ella, cada respiración. Como si supiera algo que ella aún no.
—Dijiste que elegías recordar —murmuró él, su voz más grave, más densa—. Pero el recuerdo… es peligroso.
Elena retrocedió un paso. La guardiana ya no estaba. Las paredes doradas comenzaban a agrietarse, dejando escapar sombras líquidas que se deslizaban hacia ellos como hilos de oscuridad.
—¿Qué hiciste? —preguntó ella, su garganta seca.
Gabriel soltó un suspiro, como si aquella conversación la hubieran tenido mil veces antes.
—No soy quien crees.
Las palabras fueron un disparo en el silencio. Un latido que rompió el equilibrio. La visión de Gabriel comenzó a distorsionarse, sus rasgos parecían derretirse, cambiar. Su piel, su cabello, sus ojos... todo comenzó a transformarse.
Frente a ella, ya no estaba el hombre que había amado en todas las vidas. Estaba alguien más.
Alguien que la miraba como si fuera un objeto que debía repararse. O destruirse.
—¿Quién… quién eres? —susurró Alenna.
—Soy la consecuencia —dijo la figura—. La de cada decisión que tomaste. El final que nunca quisiste ver.
Elena sintió que el aire se le escapaba. Quiso correr, pero sus pies estaban pegados al suelo. La luz moría a su alrededor, engullida por la oscuridad que se arremolinaba como un torbellino.
La figura se acercó, extendiendo una mano. Sus dedos eran delgados, casi afilados, y en su palma se abría un círculo que latía, como un ojo.
—Él no era Gabriel —murmuró la voz de la guardiana en algún lugar de su mente—. Nunca lo fue.
Elena gritó.
Gritó de miedo, de traición, de rabia. Y en medio de su grito, lo entendió: había elegido recordar, sí… pero lo que iba a recordar era la verdad que llevaba siglos ocultándose.
Sus rodillas temblaron y cayó al suelo. Imágenes la atravesaron como cuchillas. Vio a la verdadera Gabriel muriendo. Una y otra vez. A manos de ella. A manos de alguien más. En vidas diferentes. En tiempos que se mezclaban como un espejo roto.
Pero había algo que no cambiaba: ese otro siempre estaba allí. La sombra con la cara de Gabriel, repitiendo una historia que ella ya no controlaba.
—¿Por qué? —susurró con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué yo?
La figura se inclinó, su mirada oscura y profunda como el abismo.
—Porque tú eras el ancla. El error en la ecuación del tiempo. Y corregirte es salvar el ciclo.
Elena intentó alejarse. Un fuego brotó de su pecho, la misma energía que la guardiana le había prometido. Pero estaba desestabilizada. El miedo la fragmentaba.
Y entonces una mano tomó la suya. Una cálida. Firme.
—Elena. No lo escuches.
La voz… sí, era Gabriel. Pero no el falso.
El verdadero.
El verdadero Gabriel.
Apareció detrás de ella, su cuerpo cubierto de heridas, sus ojos encendidos por una furia protectora que nunca antes había visto.
El impostor gruñó.
—Llegas tarde, como siempre —escupió la figura.
Gabriel sostuvo a Elena, ayudándola a ponerse de pie. Su respiración era agitada, pero sus manos eran fuertes.
—No. Esta vez no —dijo Gabriel, con los dientes apretados—. Esta vez terminamos lo que empezamos.
Elena lo miró, confundida, herida. Todo su ser temblaba.
—¿Qué es esto? ¿Quién es él?
Gabriel la miró con una ternura quebrada por el dolor.
—Es la sombra de nuestra historia. La manifestación del tiempo intentando corregirse. Él es el final… si lo permitimos.
La figura oscura se agitó, los hilos de sombras alrededor suyo se extendieron como tentáculos.
—No puedes escapar del ciclo, Gabriel. Ni tú, ni ella.
Gabriel sonrió con cansancio.
—Entonces lo romperemos.
Y en ese momento, el tiempo literalmente explotó.
Las paredes se disolvieron en partículas doradas y oscuras. El suelo desapareció, y quedaron suspendidos en un espacio sin norte ni sur, donde el tiempo era un océano que se movía en todas direcciones.
Gabriel sostuvo la mano de Elena. Y con la otra… extrajo de su pecho una esfera de luz blanca, pulsante. Su corazón. O lo que quedaba de él.
—Te lo doy, Alenna —dijo—. Haz con él lo que nunca pude hacer solo.
Elena sintió la esfera en sus manos. Era caliente, viva, palpitante. Pero también frágil.
La figura oscura avanzó, lanzando un aullido que rompía la lógica.
Elena cerró los ojos.
Sintió la vida de Gabriel, el amor, el dolor… la verdad.
Y supo lo que debía hacer.
Con las manos temblorosas, se llevó la esfera al pecho. La fundió con su ser.
Y cuando abrió los ojos, brillaban como dos soles al amanecer.
—Yo decido cómo termina esta historia —dijo.
La luz se expandió como una ola infinita. La sombra gritó. El espacio se dobló sobre sí mismo.
Y por un instante eterno… solo hubo silencio.
Hasta que, finalmente, el mundo volvió a girar.
Gabriel y Alenna cayeron sobre un prado verde, el cielo azul y limpio sobre sus cabezas. Respiraban con dificultad, pero estaban vivos. Juntos.
Gabriel la miró, sus dedos acariciando los de ella.
—¿Lo logramos? —susurró.
Elena sonrió débilmente.
—Lo logramos… por ahora.
Porque en lo profundo de su ser, sabía que el ciclo estaba roto… pero el eco de la mentira podía volver.