El prado parecía un refugio después de la tormenta. La brisa acariciaba la piel de Elena como si intentara borrar el dolor que aún ardía en sus venas. Gabriel estaba a su lado, respirando con dificultad, pero su mano seguía aferrada a la de ella, como si soltarla significara perderse de nuevo en la oscuridad.
—Estamos vivos —susurró Gabriel, pero ni él mismo sonaba convencido.
Elena alzó la mirada al cielo. Azul. Limpio. Sin grietas, sin sombras al acecho. Y sin embargo… algo no estaba bien.
Había un zumbido, apenas perceptible. Como si el aire vibrara con un secreto que aún no se atrevía a revelarse.
Gabriel se incorporó lentamente. Su mirada se paseó por el horizonte. Todo parecía demasiado perfecto, demasiado sereno. Él lo sabía. Alenna también.
—Esto no es el final —dijo él, como si leyera sus pensamientos—. Lo que hiciste… cambió algo. Pero el ciclo... el ciclo no se rompe tan fácil.
Elena apretó los dientes. Sentía la esfera de luz fundida en su pecho, latiendo como un segundo corazón. Era poderosa, sí, pero también inestable. Cada vez que respiraba, sentía que algo dentro de ella amenazaba con desbordarse.
De pronto, el zumbido se intensificó. Ahora era un susurro. Palabras. Voces antiguas que reptaban por su mente como hiedra buscando grietas.
“Alenna…”
Se puso de pie de golpe, tambaleándose, pero sin soltar la mano de Gabriel.
—¿Lo escuchas? —preguntó, sus ojos buscando algo, cualquier cosa.
Gabriel asintió lentamente.
—Sí.
Las voces se hicieron más claras. Un coro. No de miedo, sino de advertencia.
“El ciclo te pertenece.”
Elena negó con la cabeza.
—No… no puede ser. Lo rompimos. Lo sé.
Gabriel la sujetó por los hombros, sus ojos ardiendo de una determinación feroz.
—¿Qué viste cuando tomaste mi corazón? ¿Qué sentiste, Alenna?
Ella tragó saliva. Los recuerdos eran como cuchillas, pero uno en particular emergía entre la confusión.
—Vi… otra puerta —susurró—. Una que nunca abrimos.
Gabriel cerró los ojos un segundo, maldiciendo en silencio.
—La elección fue solo el comienzo —dijo—. Lo que rompiste no fue el ciclo. Solo el velo que lo cubría.
El cielo tembló. Una grieta, imperceptible al principio, se abrió como una cicatriz de luz en el azul perfecto.
Y entonces lo sintieron.
Un latido.
No el suyo. No el del mundo.
El latido del ciclo.
Elena se llevó una mano al pecho, jadeando. Gabriel la sostuvo antes de que cayera de rodillas. La tierra bajo sus pies temblaba suavemente, como si respirara.
Y luego… aparecieron.
Figuras en el horizonte. No sombras. Personas. Caminaban despacio, en silencio absoluto. Hombres, mujeres… niños. Todos con los ojos en blanco, como si no supieran que respiraban.
—¿Quiénes son? —murmuró Elena, el miedo creciendo en su garganta.
Gabriel apretó su mano, fuerte.
—Los que quedaron atrapados en los ciclos anteriores —respondió—. Alenna… son las versiones de nosotros que fallaron.
Elena sintió que el aire se volvía hielo en sus pulmones. Los observó. Había decenas. Cientos. Y cada uno de ellos llevaba el rostro de Gabriel o el suyo. En todas las variaciones posibles. Algunos heridos. Otros marchitos. Algunos… consumidos por la oscuridad.
—Vinieron por nosotros —dijo Gabriel—. Porque al romper el velo… también los liberamos.
Las figuras avanzaban. Ya estaban más cerca. Sus pasos eran suaves, pero resonaban como un tambor de guerra en los corazones de ambos.
Elena tragó saliva. La esfera de luz latía, desbocada.
—¿Qué quieren? —preguntó ella, aunque ya intuía la respuesta.
Gabriel se acercó, apoyando su frente contra la de ella.
—Quieren regresar. Quieren vivir la vida que nosotros les arrebatamos.
Elena sintió que la esfera dentro de ella pulsaba aún más fuerte. Sabía lo que significaba. Sabía lo que pedían.
Una segunda oportunidad.
Pero si se la daba… perdería lo que acababa de ganar.
El prado se volvió un campo de batalla sin balas. Una guerra de silencios, donde el enemigo era el eco de sus propios errores.
Las figuras se detuvieron a pocos metros. Una de ellas, una niña con el rostro de Elena, dio un paso al frente. Tenía los ojos vacíos, pero lágrimas negras caían por sus mejillas.
—Déjanos entrar —susurró.
La voz era la suya. La suya de niña. La que lloraba antes de ser Alenna.
Gabriel tensó la mandíbula.
—No escuches.
Pero Elena no podía ignorarlo. Cada figura era una vida, una posibilidad, una historia inconclusa.
—¿Y si… y si no somos los héroes de esta historia? —preguntó ella, temblando—. ¿Y si solo somos la última versión… pero igual de rotos?
Gabriel negó con la cabeza.
—No. Esta vez somos diferentes. Porque esta vez decidimos juntos.
Elena cerró los ojos, las lágrimas escapando al fin. La esfera palpitaba en su interior. Un canto. Un grito. Un perdón.
Abrió los ojos, enfrentando a sus propios fantasmas.
—No puedo salvarlos a todos —dijo, su voz firme aunque le doliera—. Pero puedo hacer algo mejor.
Gabriel la miró sin entender al principio.
—¿Qué vas a hacer?
Elena respiró hondo. Extendió la mano. La esfera brilló, iluminando el campo entero.
—Voy a llevarlos conmigo.
Gabriel abrió los ojos, horrorizado.
—¡No! Si los absorbes… si tomas su carga… ¡te destruirás!
Elena sonrió, aunque el dolor la atravesaba.
—Quizá. Pero ya no voy a huir. Esta vez… voy a recordar por todos ellos.
Las figuras avanzaron. Tocaron su mano. La esfera explotó en luz.
Y el mundo se volvió blanco.