Un Amor en el Tiempo

18. La Carga de los Mil Rostros

El mundo regresó lentamente, como un susurro después del estruendo. Primero la brisa, luego la tibieza del sol que parecía no haber desaparecido del todo. Pero el silencio… era nuevo. Un silencio absoluto, casi reverente.

Gabriel abrió los ojos primero. Su cuerpo dolía, cada músculo parecía al borde de la ruptura, pero eso no le importaba. No ahora.

—Alenna… —murmuró, su voz apenas un hilo rasgado.

Ella estaba de rodillas en medio del prado, la cabeza gacha, el cabello extendido como un velo oscuro que ocultaba su rostro. El resplandor que había surgido de la esfera aún crepitaba a su alrededor, una danza de luces suspendidas en el aire como cenizas luminosas.

Gabriel se arrastró hacia ella, ignorando el ardor de sus huesos.

—Alenna, dime algo.

Cuando la tocó, sus dedos temblaron. La piel de ella estaba caliente… no, ardía. Pero no como si tuviera fiebre; era una calidez profunda, como si llevara dentro un pequeño sol a punto de desatarse.

Ella alzó el rostro. Sus ojos ya no eran solo los de Alenna. En ellos había algo vasto. Algo… plural. Voces. Memorias. Miradas que no eran suyas, pero que había reclamado como tales.

—Estamos aquí —dijo ella. Y no era solo su voz. Era un coro. Era todos.

Gabriel retrocedió un poco, sin soltarla. Había amor en su mirada, sí, pero también miedo. Ella había tomado a todas sus versiones. A las de él también. Había absorbido siglos, milenios de dolor, de errores, de decisiones fallidas.

—¿Sigues siendo tú? —susurró él, sin saber si quería o temía la respuesta.

Alenna sonrió, pero su sonrisa ya no era simple. Era antigua. Sabia. Y profundamente triste.

—Soy quien fui. Y quien nunca llegué a ser.

Gabriel tragó saliva. El campo parecía más silencioso ahora. Demasiado quieto. Se puso de pie despacio, ayudándola a ella. Sus dedos seguían entrelazados, aunque algo dentro de él le decía que, en cierto modo, ya la había perdido. O quizás, la había encontrado de una forma nueva.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, su voz ronca.

Alenna respiró profundamente, cerrando los ojos. Por un momento, todo el prado vibró. El ciclo seguía ahí, pero diferente. No había grietas. No había sombras. Solo ese zumbido leve que resonaba desde dentro.

—Hay una puerta más —dijo ella al fin—. La que está después del final.

Gabriel la miró. Una puerta después del final. Aquello no era solo una metáfora, lo entendía. Era real.

—¿Y qué hay al otro lado? —preguntó.

Alenna bajó la mirada. Su mano tembló por primera vez desde que despertó con todas las memorias en su interior.

—No lo sé. Pero escucho el eco de algo… antiguo. Algo que hemos evitado durante siglos.

El cielo cambió. Ya no era azul. Una aurora roja, como un atardecer detenido en el tiempo, comenzó a extenderse, cubriendo el horizonte. Y con ella, un sonido profundo, como un tambor que marcaba el tiempo de una marcha.

Gabriel apretó los dientes.

—No estamos solos, ¿verdad?

Alenna negó lentamente. Se giró hacia él, sus ojos encontrando los suyos.

—Ellos vienen. Los que escribieron el ciclo. Los que nos pusieron en este juego desde el principio.

Gabriel sintió el peso de aquellas palabras como un golpe. Había creído que el enemigo era la sombra, el ciclo, incluso sus propias versiones caídas. Pero esto… esto era otra cosa.

—Los creadores… —susurró.

Alenna asintió.

—Ellos nunca pensaron que romperíamos el ciclo. Y ahora vienen a corregirlo… o destruirnos.

El suelo tembló de nuevo. No era como antes, no era el palpitar de la tierra respirando. Era algo más. Como un enjambre. Como millones de pasos acercándose.

Gabriel miró alrededor. El prado parecía encogerse. El horizonte se cerraba.

—Entonces iremos hasta el final —dijo él, su tono afilado como una espada—. Pero esta vez, decidimos nosotros.

Alenna sonrió, aunque en sus ojos había un brillo de lágrimas que no caían.

—Sí —murmuró—. Esta vez es diferente.

Un portal comenzó a abrirse frente a ellos. No era como las grietas del cielo ni las puertas doradas que habían cruzado antes. Era algo más crudo. Un agujero negro, girando sobre sí mismo, rodeado de símbolos antiguos que se movían como serpientes.

Del otro lado, solo oscuridad.

—¿Estás listo? —preguntó ella, dándole la mano.

Gabriel respiró hondo, entrelazando sus dedos con los de ella.

—Siempre lo estuve. Solo que nunca lo supe.

Y juntos, cruzaron la última puerta.

La oscuridad los envolvió. Pero no era vacío.

Era el lugar donde todas las historias empezaban y terminaban.

Y allí, en medio del olvido… les esperaba la verdad.




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