El portal los escupió con una violencia inesperada. Alenna y Gabriel cayeron sobre un suelo oscuro y quebradizo, como si el tiempo mismo se hubiera cristalizado bajo sus pies. La atmósfera era opresiva, saturada de un silencio tan profundo que dolía en los oídos. No había cielo, solo un vacío abismal que parecía observarlos.
Gabriel se incorporó primero, tambaleándose. A su alrededor, torres fragmentadas de relojes flotaban en el aire, marcando horas distintas. Las manecillas giraban al revés. Cada tic-tac era una punzada en la cabeza.
—¿Dónde… estamos? —dijo, con la voz rasgada.
—Este lugar… no es parte de ningún tiempo. —Alenna se acercó a una de las torres, observando su reflejo distorsionado en el cristal agrietado—. Es como si estuviéramos dentro del corazón del ciclo… o de su herida.
De pronto, una risa quebrada los envolvió. No era humana, pero tampoco completamente ajena. Surgía de todas partes, como si el propio espacio se burlara de ellos.
—Llegaron tarde —susurró una voz rasposa—. Muy tarde.
Una figura se materializó desde la negrura. Vestía harapos hechos de retazos de pasado y futuro. Su rostro estaba cubierto por una máscara metálica que brillaba con los recuerdos de otras vidas: allí estaban Alenna llorando en una celda, Gabriel muriendo en una guerra, ellos dos abrazándose en un atardecer… todo mezclado, todo maldito.
—¿Quién eres? —preguntó Gabriel, poniéndose delante de Alenna.
La figura inclinó la cabeza.
—Soy el Recolector. Nací del ciclo que ustedes rompieron. De todas las vidas no vividas, de todos los amores que nunca fueron. Cada vez que eligieron algo… yo recogí lo que dejaban atrás. Y ahora soy todo eso. Soy lo que ustedes llamaron sacrificio.
Alenna sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El Recolector avanzó, arrastrando una cadena de esferas flotantes. En cada una, se veía un fragmento de realidad: una Alenna que se suicidaba al perder a Gabriel, un Gabriel que elegía el poder en lugar del amor, una versión de ambos que se convertían en monstruos para sobrevivir.
—Estas son las posibilidades que ustedes negaron. Las que abandonaron. Y ahora… deben devolver el equilibrio.
—No es equilibrio lo que buscas —espetó Gabriel—. Es venganza.
—Llamen como quieran al juicio que se avecina —dijo el Recolector, y extendió las manos.
El suelo tembló. De las grietas emergieron más ecos: versiones oscuras de ellos mismos, cargadas de ira, de rencor, de amor retorcido. Una Alenna vestida de sombra con los ojos vacíos. Un Gabriel con una sonrisa cruel y las manos manchadas de sangre. Y detrás de ellos… cientos más.
—Este es su juicio final. Peleen contra lo que han sido. Peleen por lo que quieren ser.
Alenna sintió que algo dentro de ella se quebraba. No era miedo. Era desesperación. ¿Cómo vencer a sí misma? ¿Cómo mirar a los ojos a todas las versiones de ella que fallaron… o que eligieron otra oscuridad?
—No podemos —susurró, cayendo de rodillas—. No podemos ganar.
—Sí podemos —dijo Gabriel, y se agachó frente a ella—. No tenemos que vencerlos a todos. Solo tenemos que reconocernos en ellos. Y luego, elegir de nuevo.
Alzó la mano, y la sostuvo con fuerza.
—Lo que somos ahora… es por todo lo que no fuimos. Y eso también es fuerza.
El Recolector rugió de rabia.
—¡NO! ¡Ustedes no son más que reflejos quebrados! ¡Merecen ser destruidos como los demás!
Las sombras cargaron. Alenna y Gabriel se pusieron de pie, espalda con espalda. Pero en lugar de atacar, se miraron a los ojos… y cerraron los suyos.
—Acepto todas mis versiones —dijo ella—. Incluso las que fallaron. Incluso las que se perdieron.
—Y yo las honro —agregó él—. Porque sin ellas, no estaría aquí, contigo.
Una luz surgió entre ellos, pura, intensa, como un latido compartido.
Los ecos se detuvieron. Algunos retrocedieron. Otros cayeron de rodillas. El Recolector gritó, pero la energía los envolvió como una ola.
Las esferas que arrastraba comenzaron a quebrarse. Cada una liberaba una chispa que se elevaba al cielo sin cielo, hasta que todo se llenó de luz.
Y luego… silencio.
La figura del Recolector se deshizo en polvo brillante. El mundo comenzó a reconstruirse. Las torres de relojes se fundieron en una espiral luminosa, y una puerta blanca se abrió frente a ellos, pulsando suavemente.
—Lo logramos… —susurró Alenna.
—Lo estamos logrando —corrigió Gabriel.
Y tomados de la mano, caminaron hacia la puerta.
Sin saber qué realidad los esperaría esta vez.
Pero sabiendo que, por primera vez, era su elección.