María Dolores.
Una mochila es todo lo que llevo, no tengo mucho, y a pesar de que he dormitado sin poder completar cincuenta minutos seguidos por más de trece horas luego de esa llamada, ahora estoy más nerviosa y superansiosa que antes.
Es de madrugada, y para pasar las horas que me restan, estoy deambulando por el orfanato para grabar en mis recuerdos cada lugar.
Me meto en las habitaciones para besar cada cabecita de mis niños y de mis monjitas sin que se despierten.
Ordeno la cocina, el comedor y preparo algo especial para mi enorme familia.
Las horas pasan, y como no puedo contenerme, salgo de mi habitación, tomo una cacerola y un cucharón, y golpeo con fuerza para despertar a todos. No hay rastro de ese hombre que me ha echado, y gracias a eso tenemos todos juntos un hermoso desayuno de despedida que yo misma he preparado. Mi sorpresa especial solo para ellos.
—Te vamos a extrañar, Loly, no te olvides de nosotros —me dice uno de los chicuelos que estoy apretujando con amor, ya que el hombre que Alba me ha dicho ya ha venido a buscarme.
—No soy tan ingrata, precioso, los amo más que a mi existencia —mis lágrimas caen como cascada.
—Pórtate bien, hija, y llámame cuando aterrices, por favor —me acurruco en el pecho de la madre superiora para apaciguar las ganas de no irme.
—Gracias por todo, mamá, te amo —ella no está muy convencida en dejar partir, pues argumenta que no confía mucho en si, van a cuidarme o no.
—Gracias a ti, pequeña, por ser como eres. Ahora, vete y no sigas haciendo esperar al caballero —asiento y me separo—. Por favor, cuídela y tenga cuidado con las ocurrencias de esta chica, pues es algo… peculiar.
Él solo le sonríe y nos despedimos al fin.
Como una de esas novelas que he leído, los niños corren detrás del auto mientras nos alejamos. No puedo parar de llorar, y el señor que tengo a mi lado para intentar distraerme, me cuenta:
—María Dolores, en España te espera un hermoso bebé que te necesita —solo afirmo con mi cabeza, pero todo pasa a segundo plano al concentrarme en el exterior.
Me sorprendo al divisar cada edificio que pasamos, pues, en mis 21 años, no he salido del orfanato, más que para hacer alguna diligencia rápida y volver, o ir a la heladería de la esquina con mis niños, aunque eso no cuenta, mejor dicho, ya no voy a poder hacerlo.
El coche se detiene y al ver un enorme coso metálico, mi corazón quiere salirse de mi pecho.
—¿Esto… esto es un avión? —Estrujo mis manos con fuerza intentando tranquilizarme.
—Sí, y al que vamos a subir para irnos a nuestro destino —niego rápidamente asustada.
—¿Y si se cae? —pregunto insegura—. No quiero morir tan joven, señor. Yo no pu…
—Nada va a pasarte, tranquila. Ven, vamos, nos están esperando. —Él toma mi mano y la aprieta—. Yo te cuido, no puedo faltar a la promesa que le he dado a una monja.
La forma en como lo dice hace que me relaje. Solo un poquitito. El señor se baja del vehículo y rodea la carrocería para abrir mi puerta y ayudarme a descender.
Mis pasos son temblorosos, mis piernas tiritan del cagazo, aunque no me detengo.
—Son muchas escaleras —elevo mi rostro en el primer escalón.
—Un paso a la vez, bonita, vamos, sígueme —admiro su paciencia y valentía.
Él sube primero, pero se detiene cuando yo también lo hago.
—Estoy aterrada, y no quiero imaginarme la sensación que voy a experimentar cuando esto vuele —debo parecer una tonta, ya que por mi observación exagerada, él comienza a carcajearse.
—No te detengas, y no mires hacia abajo —toma mis dedos al darse vuelta, y termina con los benditos escalones en reversa. ¡Qué seguridad la suya!—. Listo, puedes soltar el aire que tenías retenido —Me aconseja cuando estamos dentro.
Mis pupilas se amplían al observar todo. ¿He dicho que parezco una extraterrestre al no conocer nada de esto?
Se nota que viajaremos solos, debido a que una chica nos señala unas butacas blancas. No sé en qué momento apareció o de dónde salió.
—Bienvenidos, por favor, tomen asiento y abróchense los cinturones.
Si antes estaba asustada, ahora estoy cagada hasta las patas.
—Vamos a hacerlo juntos —el tono suave de voz del señor Gregori me despabila—. Un paso, dos pasos —sigo su trayectoria—. Déjate caer.
Y lo hago, por suerte, en un acolchonado sillón.
»Voy a asegurarte, permiso —saca unas cintas negras detrás de mi espalda y amarra mi anatomía—. ¿Qué música escuchas? —lo miro sin comprender y me muestra unos auriculares—. Para que tu primera vez no sea caótica, voy a colocarte esto para que te concentres en algún sonido que te distraiga.
—No… no sé… no sé qué me gusta —Tartamudeo—. ¿Tango?
—Tango será —saca su móvil, conecta los auriculares y me los brinda—. Cierra los ojos hasta que te lo indique —le obedezco y pongo las almohadillas en mis oídos.
La melodía bloquea cualquier sonido, y clavo mis uñas en los apoyabrazos cuando mi cuerpo se sacude. Algunos gritos y maldiciones salen de mis labios sin poder contenerme, y cuando todo se tranquiliza, respiro hondo.