Un amor entre tango y flamenco

Capítulo 9

Daniel.

Observo a la chica que sostiene a Javier en sus brazos, y me sorprende ver lo calmado que está. Normalmente, mi pequeño es un torbellino, pero ahora, en los brazos de esta joven, increíblemente, se ha callado.

Me mantengo serio, aunque por dentro esta escena me causa un enorme alivio, aunque un poco de desconfianza. Gregori, sin decir nada más, esboza una mueca, y, con un leve movimiento de ojos, me señala a Javier, dormido.

—Gracias, Gregori —digo, siempre correcto, aunque no pasa desapercibido ante mí cómo no le ha sacado la vista de encima a la muchacha, y en parte me ha molestado que él la trate con tanta familiaridad. —. Puedes marcharte.

Gregori asiente y se va sin más. Me quedo unos segundos observando a la chica. Es joven, más joven de lo que esperaba. No es que no sea bonita, pero esos pantalones rotos y esa camisa holgada le quitan cualquier aspecto profesional.

“Si se vistiera de otra forma, se vería bien”, pienso, aunque mantengo mi expresión neutral.

Una vez que le muestro mi habitación y la de Javier, ya que él duerme en la misma cama que la mía. Ella recuesta a mi hijo sobre el colchón y comienza a cambiar su muda de ropa y pañal con tanta maestría que me quedo embobado observándola. Odio el desorden, pero mi prioridad ahora es mi hijo, y cómo estoy tan agotado, eso pasa a segundo plano, espero que con su llegada todo vuelva a la normalidad.

Me ofrezco a traer el biberón que me está pidiendo para poder alimentarlo y, como siempre, termino empapado al querer lavar el biberón con energía.

—Voy a enseñarte dónde dormirás —le digo al fin, desde el pasillo interceptándola—, y también el cuarto del niño.

Ella sigue mis pasos en silencio, mientras alimenta a mi pequeño y aprovecho el momento para explicarle lo más importante.

—En la casa de atrás viven Jaime y Eva —comienzo, hablando despacio para asegurarme de que me escucha—. Él es mi chófer, y ella, mi ama de llaves. Son personas a las que respeto profundamente y espero el mismo respeto de tu parte.

—Lo entiendo, señor —responde ella con voz suave, atenta a Javier.

Me detengo frente a la puerta de mi pequeño y entro una vez que la chica ingresa. Le señalo dónde puede encontrar las cosas que puede llegar a necesitar para el cuidado de mi hijo, como su ropa, objetos de aseo y demás.

Vislumbro cuando lo acuesta sobre su cuna una vez que él suelta sus eructos y me acerco a él para dejarle un beso en la frente. Cada vez que lo hago, siento una punzada de dolor, como si cada beso me recordara que tengo que estar lejos de él por su propio bien.

—Descanse mientras él duerme —le digo a la joven, manteniendo el tono formal—. A la hora del almuerzo hablaremos más y te explicaré tus responsabilidades.

—Sí, señor. Gracias.

Asiento y salgo, cerrando la puerta con cuidado. Mientras camino por el pasillo, siento una extraña inquietud, como si al irme estuviera dejando una parte de mí mismo en esa habitación. Pero me obligo a recordar que esto es lo mejor para Javier.

Miro el reloj y suspiro. Es temprano, más de lo que me gustaría. No suelo empezar el día a estas horas, pero ya no voy a volver a la cama.

He estado en vela junto a Javier, y aunque verlo dormir me ha dado cierta paz, la realidad es que el trabajo no espera.

“Será mejor que me duche y me prepare para ir a la oficina”, pienso, y el pensamiento trae consigo una sensación de alivio y resignación.

La verdad es que estos días he descuidado mucho la oficina, mi rutina antes de ser padre ha desaparecido como arte de magia. Los casos se están acumulando, y aunque tengo a un equipo de confianza que mantiene todo en marcha, sé que no puedo seguir postergando las decisiones importantes. Cada minuto que paso aquí es un minuto en el que los asuntos pendientes se amontonan. La documentación de algunos casos clave está retrasada, y eso, en mi posición, es inaceptable.

Camino hacia el baño con el propósito firme de despejarme y comenzar el día de una vez. Abro el grifo y dejo que el agua corra, ajustando la temperatura casi de manera automática. Mientras el vapor comienza a llenar el baño, intento apartar de mi mente la imagen de Javier dormido, de su respiración pausada y la manera en que parece tan tranquilo en brazos de esa chica. “Es lo mejor para él”, me repito, pero siento un nudo en el estómago.

Finalmente, entro en la ducha, dejando que el agua caliente relaje mis músculos. Necesito concentrarme en mi trabajo. Con cada gota que cae, siento que, poco a poco, regreso a mi papel de siempre, al profesional que debo ser, sin dejarme arrastrar por la culpa.

—Hoy será un día largo —me digo en silencio, mientras planifico mentalmente las horas que me esperan en la oficina.

¿Será que por la culpa que siente él el bebé esté tan nervioso?

Cuéntanos cómo fue tu experiencia al ser mamá primeriza.




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