Loly.
Me sobresalto un poco al oír el osco saludo de mi jefe cuando nos interrumpe a Eva y a mí en la cocina, pero no dejo que él se dé cuenta. He querido preguntarle más sobre la vida personal del señor Daniel a mi compañera, aunque no quiero ser una metiche y es por eso que he preferido hablar de mi pasado.
—Señor. Javier ya ha comido, está bañado y cambiado. Es un angelito durmiente —me acerco hasta el bebé y lo destapo un poco para que su padre logre verlo.
—¿Te ha dado trabajo? —me pregunta serio.
—No. Todo lo contrario, como le he dicho. Él es un angelito, le ha incordiado un poco su pancita por los gases, pero nada que unos buenos masajes y ejercicios puedan solucionar —los ojos del hombre se expanden sorprendidos ante mis palabras y no le doy mucha importancia.
—No lo he oído llorar en toda la mañana, Daniel, ha permanecido así de tranquilito —me secunda la señora—. No le falta mucho a la comida, ni bien esté, te aviso.
Él asiente, toma entre sus brazos a su hijo y se va del lugar.
Cuando el almuerzo está listo, lo degustamos los tres en silencio, cosa que me molesta, pues estoy acostumbrada al bullicio que mis niños hacían en el hogar.
Daniel nos avisa de que está cansado, que no va a volver a ir a su oficina, y que cuando se levante, concretaremos mi contrato que hemos dejado pendiente.
La tarde es armoniosa, salgo un rato al patio para que disfrutemos un poquito del sol junto a este precioso bebecito. En eso, mi móvil suena y al ver la pantalla lo atiendo alegre.
—Buenas tardes, Alba. ¿Cómo estás? ¿Cuándo me vas a dar el honor de conocerte personalmente? —Su risita lenta hace que me emocione.
—Hola, Loly. Yo estoy perfecta, y más ahora que nuestro jefe, tiene un mejor carácter y semblante gracias a tu llegada.
—Alba de mi corazón, no comprendo por qué se enredaba tanto, pues Javi es un dulce de leche. Congeniamos de maravilla y se la pasa dormido. Espero que en la noche continúe así, o mis ojeras van a ser muy notorias, no quiero parecer un mapache —dramatizo.
—Para ti ha sido fácil, por qué sabes tratar con bebés y tienes experiencia, Loly, pero recuerda que Daniel no. En estos días voy a ir a visitarte para que podamos ponernos al corriente. Solo quería saber cómo ha sido tu bienvenida.
—Todo ha estado genial, aunque debo darte crédito por mencionar que el señor es serio y muy correcto. No se le escapa una risa ni por si acaso —amaco al peque un poco al divisar que me mira sin humor. Seguramente esté percatándose de que estoy hablando mal de su papá.
—Su carácter va a mejorar a medida que lo vayas conociendo, linda. No es de tener muchos amigos, y los pocos que tienen ya lo toleran de ese modo. Te dejo, cuídate y llámame si me llegas a necesitar, te adoro.
—Yo te adoro más, Albita mía. Muchas gracias por esta gran oportunidad que me has dado. Espero poder conocerte en persona lo antes posible, quiero apapucharte y darte muchos besitos —las morisquetas que hago con mi rostro hacen que Javi sonría.
—Que no te quede la menor duda de que voy a sacarte la respiración, niña, te mando muchos besos y cuida a ese bebé como sabes, que nuestro pellejo está en juego.
La llamada se corta y suspiro, pues estoy en un sitio que no conozco, con gente extraña para mí y en un país que queda en la otra punta de dónde vivía, pero en paz.
Una hora más tarde, entro a la casa para cambiar al pequeño y darle de comer. Al acicalarlo, le preparo su mamila.
—¿Estás por darle de comer? —la pregunta de mi jefe hace que quiera rodar los ojos por la obviedad. Por respeto, me contengo.
—Sí, señor —seco con un repasador el excedente de agua tibia del objeto.
—No te preocupes, yo se la doy. Puedes ir a bañarte si lo deseas, o a descansar —”¿Estaré apestando a chancho sudado que me manda a hacer eso?”, pienso—. Ve a tu recámara que, si te necesito, te llamo.
Me dan ganas de mandarlo a la conchinchina, pero me abstengo y le brindo lo que tengo en mis manos.
—Muchas gracias, señor —me despido algo enojada por su sugerencia.
Llego hasta mi habitación, busco mis prendas calentitas y cómodas, pues hace algo de frío y me meto al baño. Me dan ganas de llenar la tina para relajarme mejor, aunque me niego en el acto. Ya veo que cuando estoy en la mejor parte, mi jefe me llama y desperdicio todo ese líquido.
No demoro mucho en quedar limpia y con olorcito a jabón, como nadie ha venido, me tiro en el colchón y, sin contratiempo, me duermo.
El llanto de Javier me despierta y salgo apurada del cuarto para buscarlo. En el comedor encuentro a ambos, el mayor está batallando para tranquilizarlo y al oírlo su ruego, me enternezco.
—No sé qué es lo que tienes, hijo. No te comprendo —la súplica del padre me parte el alma. Él está a punto del colapso.
A paso agigantado, llego hasta ellos y entiendo mis brazos al pararme en frente de Daniel.
—Por favor, démelo que yo creo saber qué es lo que tiene —con reticencia me obedece.
—Está cambiado, lleno, no sé qué es lo que estoy haciendo mal. Eva ya se ha ido a descansar y no quería molestarla. Se supone que soy su padre y debo saber qué es lo que tiene —clava sus iris en cada uno de mis movimientos.
—Usted no está haciendo nada mal, señor. La leche que Javier toma le da muchos gases, después de sacarles sus provechitos. Es conveniente que le haga algunos ejercicios con sus piernitas para ayudarlo a liberar eso que lo molesta.
Recuesto al bebé sobre el sillón, subo y bajo sus piernitas, le masajeo su pancita, y el estallido de pedos inundan la sala.
»Sí, angelito mío, es mejor afuera que adentro —lo animo con ternura—. La leche en polvo seca el vientre, señor. Quizás a su hijo le haría mucho mejor cambiarla por una líquida.
—Ha sido su pediatra personal la que me ha dado todas las indicaciones, tanto de lo que debo comprar, como prepararla y hasta cuándo dársela —intenta defenderse.
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Editado: 24.04.2025