Inglaterra, mayo de 1801.
Nunca consideró la idea de ser una solterona. Amelia planeaba casarse algún día, tener hijos y una hermosa familia.
Quería casarse por amor.
Tal como sus amigas Harriet y Eleanor lo habían hecho. Ellas se habían casado muy enamoradas de sus esposos, y ellos correspondían a ese amor con la misma fuerza.
Pero empezaba su tercera temporada y no había conseguido un esposo digno, o algún caballero enamorado de ella. A sus veintiún años aquello empezaba a asustarla. Y su madre no estaba mejor. Su hermana Jane había conseguido casarse en la temporada pasada, y ahora era Lady Bearsted. Por lo tanto, solo quedaba ella.
Sus padres no habían conseguido engendrar un varón, por lo que, de no casarse nunca, tendría que vivir de la caridad de su primo Barnabas. Y Dios sabía que aquél hombre no era la representación exacta de un digno caballero. Adicto al juego y a la bebida, se dedicaba a despilfarrar la fortuna de la familia.
No. Jamás aceptaría vivir de las regalías de su primo, así que debía buscar un esposo esa misma temporada.
—Oh, mira esto, Jane dice que el clima de Italia es bastante brutal para los ingleses, y que tal vez sus vacaciones con Edmund terminen antes de lo previsto —su madre agitó la carta que su hermana había enviado semanas atrás, pero que apenas esa mañana arribó en su mansión de Londres.
Pensó en su querida hermana. Desde siempre había sido un espíritu al que le gustaban las aventuras, y su esposo Edmund parecía tener la misma pasión que ella. Ambos se encontraban en un viaje por el continente, ahora mismo, su última parada era Italia.
Una punzada de envidia la atravesó, pero la evadió rápidamente. No era propio de ella tener aquellos pensamientos, pero a veces, especialmente cuando su madre agitaba sus manos con deleite ante las cartas de su hermana, para después dirigirle una mirada de compasión...
Le hacía envidiar el matrimonio de su hermana. Detestaba aquel sentimiento tan poco propio de ella.
Pero no tanto como el hecho de pensar en un matrimonio por conveniencia con cualquier caballero cazafortunas que únicamente quisiera su elevada dote y no se interesara en ella en absoluto.
No era que nunca hubiese recibido una propuesta de matrimonio. A lo largo de sus temporadas seis caballeros habían hablado con su padre con la intención de un matrimonio. Debía sentirse halagada, solo que dos de ellos eran incluso mayores que su padre, y los otros cuatro eran unos cazafortunas reconocidos por su adicción al juego.
Ninguno poseía un título. Ninguno poseía una fortuna respetable —al menos, no los que no le doblaban la edad—. Y sus padres no se encontraban tan desesperados por liberarse de ella como para acceder a uno de esos terribles matrimonios.
Aunque sabía muy bien una de las muchas razones por las que le permitían rechazar a dichos candidatos tenía un nombre: Erik Dashwood.
Era el hermano mayor de su amiga Eleanor. Amelia no pudo evitar pensar en lo diferente que era Erik comparado con sus “pretendientes”,
era joven, era un Vizconde y futuro Conde de Onslow, además era bien sabido que los Dashwood poseían una de las fortunas más grandes de Inglaterra, además de cientos de tierras y propiedades. Pero lo más importante es que era atractivo.
Él y su gemelo Evan —el cuál había decidido unirse al ejército años atrás—, eran la fantasía de las madres y jovencitas en sociedad. Incluida su madre, casi desde el momento en el que entró en sociedad, sus padres habían pensado que Erik era un premio que querían ganar al concertar un matrimonio.
No podía contar las veces que quiso desaparecer ante la imprudencia de sus padres en cuanto lo veían. No camuflaban sus intenciones ni por asomo. Incluso resultó incómodo para Erik, quien por un tiempo parecía evitar los bailes y los eventos sociales cómo la peste. Pero Amelia sabía que, en realidad, la peste eran sus padres y ella misma.
Su madre se deleitaba cuando anunciaba que iba a ir a la mansión Dashwood para estar con Ellie cuando ésta aún era una damita soltera, su mente casamentera le dejaba en claro que era una oportunidad única para ver a Erik y que éste cayena perdidamente enamorado de ella.
Rodó los ojos ante el pensamiento. Si Erik quisiera casarse con ella, lo hubiera hecho tiempo atrás. Pero en su lugar, evitaba su mirada cada que ella estaba en una misma habitación. ¿Acaso pensaba que ella compartía los deseos de sus padres? Buen Dios, sólo sacaba provecho de la situación para utilizarla a su favor cada vez que sus padres parecían considerar la idea de algún matrimonio respetable con el hijo de cualquier amigo de su padre.
—Mía, ¿quieres dejar esos carbones? ¡Las manos de las señoritas no están manchadas! —Se llevó una mano de forma dramática a su frente, dejando de lado la carta al entender que no le respondería—. Es hora de que empieces a considerar a los caballeros que te invitan a bailar, Amelia. La próxima temporada empezarás a verte como una…
No terminó su frase, pero la palabra flotaba en el aire. Solterona.
Amelia desvió la mirada del dibujo en su regazo para mirar a su madre con atención.
—Sé muy bien lo que me espera en las próximas temporadas, madre —dijo en tono seco—, y puedo asegurarte que es mi intención casarme en esta temporada.
De otra forma se volvería loca con sus padres. No quería ser mezquina, pues realmente adoraba a sus padres la mayor parte del tiempo. Pero estaba claro que la hija favorita de los Cartwright era Jane, y ella… Bien, quizá su temperamento y personalidad eran demasiado agudos y afilados para su gusto.
—No me hables en ese tono, Amelia, solo me preocupo por ti —su madre la apuntó con uno de sus dedos entrecerrando sus ojos—, mañana será el baile de los Longford. Estoy seguro que el vestido rosa hará que llames la atención de los caballeros.