Habían pasado tres días desde que el carruaje arribó en Dashwood Hall. Tres días en los que, después de presentarle a los cientos de sirvientes, desapareció tras dejarla en la puerta de su habitación.
Ni siquiera estaba segura de que estuviera en la misma ala que la habitación de Erik, nunca había escuchado ninguna otra puerta cerrarse además de la suya, estaba sola en lo largo de aquél pasillo.
¿Por qué había desaparecido? ¿Había hecho algo mal? Se mostró amable después de salir de la mansión en Londres, entonces, ¿qué había cambiado?
Sus días empezaban a resultar aburridos, sus pinturas y lienzos no habían sido empacados en su baúl de viaje —estaba segura que su madre era responsable de ello, pues siempre se mostró en desacuerdo con su gusto por la pintura—.
Los criados solo le hablaban lo necesario, y su doncella tuvo que permanecer en la casa de sus padres. Por lo tanto, pasaba sus días caminando por el inmenso jardín de la mansión o recorriendo los diferentes lugares de ésta.
Había descubierto una pequeña pero preciosa galería el día anterior, fue como encontrar oro puro, pasó el resto del día admirando los retratos expuestos allí. No se molestó en asistir al comedor principal, pues sabía que Erik no se encontraría allí. Su comportamiento la tenía totalmente desconcertada. ¿La estaba evitando? No encontraba una respuesta lógica.
En ese momento, uno de los lacayos llamó a su puerta, se extrañó ante ello, solo había hablado con algunas doncellas desde que llegó.
—Milady, lord Hambleden me ha pedido que le confirme su asistencia a la cena de esta noche.
Sus cejas se levantaron con sorpresa, ¿finalmente decidía aparecer?
—¿Por qué? —Cuestionó confundida.
El lacayo pareció no entender su pregunta, así que decidió formularla de otra forma:
—¿Estás seguro que el Vizconde asistirá a la cena? —No quería cenar sola como lo hizo los dos primeros días, la noche anterior, cuando entendió que Erik no la acompañaría, pidió que le subieran las comidas a su habitación.
El hombre en la puerta asintió—. Así es, milady, él mismo me ha solicitado que se lo haga saber.Asintió aún desconcertada, cuando finalmente estuvo sola, se permitió meditar las razones por las que Erik se había dignado a aparecer después de tres días. No dijo o hizo algo mal, e incluso la defendió de lady Lydia cuando ésta empezó a insultarla. ¿Por qué no la había buscado para asegurarse de que todo estuviera bien?
"Quiero que si algo te molesta, me lo hagas saber".
Ciertamente lo haría. Se levantó con nueva resolución y tiró de la campana para que una de sus doncellas asignadas viniera. Estaba inconforme. Y quizá un poco herida, así que lo confrontaría.
No podía desaparecer y dejarla en una habitación que parecía encontrarse a kilómetros de la suya. Era un matrimonio por conveniencia, sí, pero ella quería tener a su esposo presente.
Unos minutos después una de las criadas llamó a la puerta.
—¿Desea algo, milady? —La joven de cabellos dorados y ojos saltones la observaba tras una reverencia.
Asintió decidida.
—Sí, necesito prepararme para la cena de ésta noche.¿Crees que podrás hacer algo decente con mi cabello y mi vestuario?
Quería que Erik la notara después de tantos días. Lo admitía.
La joven asintió con rapidez y, tras llamar a dos criadas más, se vieron envueltas en telas finas y jabones con exquisitos olores.
[...]
Erik amaba el campo, realmente lo hacía. Habiendo pasado la mayor parte de su vida en él, ya que sus hermanas eran demasiado pequeñas como para ser presentadas en sociedad y tener que acudir a los inalcanzables bailes y eventos en Londres, era natural su preferencia por la tranquilidad que Dashwood Hall ofrecía.
Siempre se mostró entusiasta en las visitas a los arrendatarios, o las cabalgatas revisando cada extremo de sus propiedades con su padre. Era su deber, y lo hacía con gusto. Algún día sería el Conde de Onslow, y esperaba estar preparado para el cargo y todo lo que conllevaba.
Así que, tan pronto llegó a la finca y dejó a su esposa instalada, se aseguró que sus arrendatarios y las personas del pueblo cercano estuvieran en perfectas condiciones. El señor Tempest sufrió unas pérdidas en su huerto debido a una tormenta, al igual que parte de su techo fue destruido. Pasó todo un día ayudando en las reparaciones.
No había visto a su esposa en tres días, sabía que no estaría molesta. Una de las razones por las que estuvo involucrado a profundidad con los temas de su propiedad era porque suponía que Amelia querría tener un tiempo a solas para hacerse a la idea de que estaba casada.
No quería que se sintiera presionada, no quería que pensara que esperaba que cumpliera con sus deberes maritales. Jamás haría eso.
Había pedido a un lacayo que le comunicara sus deseos a su esposa. Así que, después de llegar de su recorrido por las extensiones de la propiedad, se dio un baño y su ayuda de cámara le ayudó a lucir presentable para la cena.
Estaba en la silla principal de la mesa en la espera de Amelia, y no pudo evitar sentirse ansioso ante la perspectiva de verla otra vez. Había disfrutado de su conversación el día de su boda. Sonrió al recordar el carácter y sus comentarios filosos fueron una total sorpresa para él.
Una muy grata sorpresa. Estaba seguro que nunca se aburriría con ella. Su hermana Eleanor había sido bastante sensata al pedirle que se casara con Amelia. Debía aceptar que su renuencia era dirigida a los padres de ésta, pues Amelia era encantadora, ahora lo sabía.
Sería un matrimonio agradable, pensó con satisfacción.
Unos minutos después, frunció el ceño al notar que su esposa se había retardado más de lo esperado. ¿Estaría bien?, no la había visto en varios días, pero pidió a los criados que le dieran un informe cada noche de lo que hacía su esposa en su ausencia. No mencionaron nada de una enfermedad.