MILE.
Los novios ya se habían ido de luna de miel. Muy pronto también tendría que irme a América, no tenía razones para quedarme en esta ciudad que no era precisamente mi favorita. Seguía en mi búsqueda de la novela: “Los amores de Casiopea” de autor anónimo, había pocos ejemplares en el mundo, creí que tendría mejor suerte en Londres pero al parecer estaba por el mismo camino.
En la última biblioteca que había visitado ni siquiera conocían la novela y apenas iba saliendo de local, escuché un chillido cuando abrí la puerta.
—¡Estúpido! —exclamó esa vocecita que conocía muy bien.
—Señorita Cornelia que alegría verla.
—¡Después de que me golpeó es lo único que se le ocurre decir! —su pequeña nariz se encontraba roja y me sentí mal por ella, aunque también me provocó gracia.
—Lo lamento, pero no pude prevenir que usted entraría al mismo tiempo en que saldría.
—Ya no importa, de gracias que mi libro no sufrió daños. —ella traída entre sus brazos un libro de cubierta antigua, pero lo que llamó mi atención fue su título: “Los amores de Casiopea”.
— ¡¿Cómo obtuvo ese libro?! ¡Lo he buscado por medio mundo y usted tiene un ejemplar de primera edición en sus manos!
—Fue un regalo de mi hermano por mi decimoquinto cumpleaños.
— ¿Le interesaría intercambiarlo?
— ¡¿Disculpe!? ¡Este libro es una de mis posesiones más preciadas! ¡¿Qué le hace pensar que se lo voy a dar!? ¡No sea igualado señor Perkins! —replicó molesta para acto seguido, darse la vuelta y empezar alejarse.
— ¡Espere señorita McDonall!
— ¡Váyase al diablo! —no tardé mucho en alcanzarla, dos pasos de ella eran uno para mí.
—Perdóneme si la ofendí, pero ese libro es el que me falta para completar mi colección.
—No me interesa, es mío, mi hermano me lo obsequió a los quince y lo he cuidado todos estos años. ¿Cómo se le puede ocurrir que se lo daría por otro?
—Sí, perdóname. No pensé bien en mis palabras. —seguí caminando detrás de ella pero la señorita Cornelia era experta en ignorar a las personas, hasta que se detuvo en medio de un callejón y se adentró en él. —¡¿Señorita Cornelia qué hace?!
¿Que pretendía esa pequeña y endemoniaba muchacha al meterse por ahí? La vi ponerse de cuclillas frente a un rincón, donde estaba una fea y sucia caja.
—Cornelia…
— ¡Oh, por dios! —me acerqué y vi al pequeño animal moribundo, la señorita lo miró con ojos llorosos. — ¿Quién sería tan desgraciado para dejarlo aquí a morir de frio y hambre?
El gato estaba tan desnutrido y era tan pequeño, me sorprendía que estuviera vivo.
—Sosténgame esto. —me dio su libro y ella prosiguió a agarrar la sucia caja.
— ¿Qué hace? Déjelo, ese pobre animal no sobrevivirá.
—Con esa actitud suya pues claro que no lo hará. ¿Su residencia está cerca de aquí, cierto?
—Si pero…
—Vámonos. —sus gafas estaban empañadas y había mucha suplica en sus lindos ojos casi felinos.
“Ella me volvía un hombre débil”.
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En todo el camino hacia mi hogar, Cornelia no había dejado de hablarle con cariño al gatito moribundo. Después de que ella con delicadeza lo sacara de la caja y lo pusieran sobre un cojín de seda que le había conseguido; Cokkie remojaba un pequeño pedazo de tela en leche y se la daba al minino para que lo chupara. Se había quitado sus gafas y ahora nada me obstaculizaba admirarla completamente.
—Es usted una mujer muy compasiva señorita Cornelia.
—No es para tanto. —respondió con frialdad. Ya me estaba acostumbrando a esta actitud de su parte.
—Ninguna señorita de alta cuna, recogería, alimentaria, ni cuidaría a un animal vagabundo que parece a punto de morir...
—¡No morirá! Deje de decir eso, solo debe alimentarse y estar en un lugar cálido —mientras más la miraba más me preguntaba si cuidaría a sus propios hijos con la misma atención y muestras de cariño. “Cornelia McDonall sería una gran madre”.
—¿Por qué mira así? —preguntó sacándome de mis pensamientos, me sentí avergonzado del rumbo que habían tomado.
—Solo pienso que es muy dulce señorita Cornelia. —no podía dejar de mirarla, había descubierto que ella tenía pequeño lunar detrás de su cuello y otro muy cerca de su oreja. Sus pómulos eran bastante marcados y era tan pequeña en comparación conmigo.
“Ella es preciosa”-pensé embelesado.
—Ya tengo que irme, se hace tarde. —dijo después de un rato poniéndose sus gafas y agarrando al minino con cuidado. —Me llevare el cojín señor Mile, no se preocupe que se lo devolveré cuanto antes.
—El cojín es lo de menos señorita McDonall. No se preocupe —respondí con una sonrisa
—Gracias por todo, Mile. —escucharla decir mi nombre me hizo erizar la piel, cuando volvió a irse la estancia aún conservaba el olor de su perfume como aquella primera vez en su biblioteca.
La señorita Cornelia McDonall me hacia replantearme lo de volver a América, tal vez aún era muy pronto para volver… podría ser que aún no quería dejar atrás a Cornelia McDonall, su sonrisa que me descoloca y esa actitud generosa que me embelesa.
VERÓNICA
Cornelia había llegado a la casa muy entusiasmada y con un moribundo gatito, Cokkie estaba haciendo hasta lo imposible porque se recuperara.
—Mira que pequeño es madre, pobre criatura —mi hija acomodaba al minino en la pequeña cuna que había improvisado para él.
—¿Estas segura de que fue buena idea traerlo Cokkie? Se ve tan frágil.
—Yo lo voy a cuidar mucho. Se pondrá bien, ¿cierto pequeño? —sonreía al verla así de cariñosa, hacía mucho que no veía esa parte de ella.
—Está bien mi pequeña, te dejaré descansar a ti y a…
—Aita, su nombre ahora es Aita.
—Que tú y Aita pasen una buena noche —dije para después salir de su habitación.