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En la penumbra viscosa del salón de visitas, sentí el peso del tiempo como una losa helada sobre mi hombro. Cada segundo era un fragmento de oro robado a la eternidad. Y el mío, mi tiempo, se consumía en esta opresiva presión de sombra. Mi mirada se clavó en el reloj grabado en la pared, su tic-tac resonando como el latido de un corazón moribundo. Una cuenta regresiva agresivamente impecable. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de que la oscuridad me reclamara? No importaba. Ya había analizado a esos dos: el pelinegro, con su mirada de depredador, y el rubio ceniza, con su sonrisa petrificada. Pero el tercero... él era un muro de silencio, una advertencia grabada a fuego en sus ojos gélidos.
Sé quién eres, parecían susurrar.
¿Qué más podía ser sino un monstruo disfrazado de hombre? La arrogancia y la maldad emanaban de ellos como un miasma invisible, impregnando el aire con su hedor. La frialdad era mi única armadura, la indiferencia, mi escudo contra su ponzoña. No sentía nada, no me importaba nada más que la misión. Pero el tiempo se agotaba, y la prisión se cerraba sobre mí como una tumba húmeda y fría.
Vuelvo a mirarlo fijamente, intentando descifrar el enigma detrás de esos ojos vacíos. ¿Lo había visto antes en mis pesadillas? Me pregunto, sintiendo una extraña familiaridad que me desconcerta y me perturba. Él ignora mi mirada, aún sabiendo que lo estoy escrutando, manteniendo su silencio impenetrable como una cripta sellada. ¿Nos conocíamos de algún infierno olvidado? No, imposible. Aparto la mirada, sintiendo una punzada de frustración y una premonición oscura. Ya tengo la información que necesito. Solo necesito esperar un poco más a que las sombras me reclamen.
Siento una vibración sorda en el bolsillo. Con el corazón latiendo con fuerza, saco el celular con cuidado, ignorando el hecho de que no debería poder hacerlo en este lugar. Un mensaje parpadea en la pantalla, lo leo con cautela, intentando descifrar su significado oculto:
La elección que hicieron no fue la más acertada.
¿Debería preocuparme? No, ahora tengo un objetivo más importante, uno que eclipsa cualquier amenaza.
— Todo está bien -me dice el rubio ceniza, ¿como se llamará?, con sus ojos de heterocromía brillando con una diversión oscura.
Lo miro, y le devuelvo la sonrisa.
— Sí -le respondo, sabiendo que sus ojos prometen un torbellino de emociones, desde el placer hasta la muerte.
— Bueno, creo que ya tienes todo lo necesario, ¿no es así? -dice el pelinegro, su voz sonando más calmada de lo que siento, aunque un pequeño toque de irritación se filtra entre sus palabras. Mis ojos se pierden en la profundidad de sus pasiones azules. Azules... del color del abismo.
Un ruido metálico en la puerta me hace voltear bruscamente. Dos guardias corpulentos irrumpen en la sala.
—¡Se acabó el tiempo! -anuncia uno con vozarrón-. ¡Regresen a sus celdas!
Me levanto con cuidado, dándole la espalda. Mientras me alejo, escucho una risita que me hiela la sangre, una risita perturbadora que ahora conozco a la perfección.
— Hasta luego -susurró, sin poder evitar un escalofrío.
Volteo la mirada por un instante, y de verdad que esos ojos nunca me van a dejar de sorprender. Un caleidoscopio de perversión y promesa, un abismo donde el placer y la muerte danzan en perfecta armonía. Al igual que esa sonrisa perturbadora, una máscara de locura que esconde secretos inconfesables. Aparto la mirada, sintiendo su peso sobre mi nuca.
— Se acabó la hora de visita -anuncia el guardia que custodia la puerta, su voz resonando como un trueno en la sala.
Perfecto, pienso mientras salgo de ese cuarto de visitas, sintiendo cada célula de mi cuerpo en alerta máxima. Observo cada detalle a mi alrededor, escudriñando las sombras en busca de amenazas ocultas. Con cada paso que doy, me fijo en los guardias, en sus rostros inexpresivos y sus movimientos rígidos. En las cámaras de seguridad, esos ojos electrónicos que todo lo ven y nada comprenden. En las paredes frías y húmedas, cubiertas de cicatrices del tiempo y la desesperación. Cada detalle es importante, cada fragmento de información podría ser la clave para el plan.
Después de dejar atrás el salón de visitas, camino hacia el área donde debo recoger mis pertenencias. Me detengo ante un mostrador, escudriñando el entorno con cautela. Apenas dos guardias, inertes tras la barrera, parecen custodiar las posesiones de los reclusos. Me las devuelven sin miramientos, como si manipularan objetos inanimados. Sigo avanzando hacia la salida, sintiendo un cosquilleo de incertidumbre. No sé si me someterán a otra inspección, pero ya nada importa. Este instante es mío.
Cruzo el umbral y el aire fresco me golpea el rostro como una bofetada. El exterior estalla en una sinfonía de colores y sonidos, un contraste abrumador con la opresión claustrofóbica de la prisión.
La diferencia entre ese infierno y este espejismo de libertad es abismal.
Es como mantener a una bestia en cautiverio, saciando su hambre y su sed, pero negándole lo esencial: la vastedad del mundo. Sabe que existe una barrera invisible que lo separa de la vida, una jaula implacable que aprisiona su espíritu. Solo le quedan dos opciones: resignarse a una muerte lenta y silenciosa entre rejas, o desatar su instinto primario y luchar por su liberación, asumiendo cada riesgo con una determinación feroz.
Avanzo hacia el auto que me aguarda, con la mente bullendo de preguntas. Apenas pise mi hogar, necesito sumergirme de nuevo en esos documentos crípticos. Las dudas me asaltan como sombras persistentes. Si aquel día fatídico hubiera desentrañado todos los secretos de esas páginas, quizás ahora comprendería la magnitud de lo que se avecina.
— Maldición, murmuro con frustración contenida.
Acelero el paso, consumida por la impaciencia de abordar el vehículo y dejar atrás este purgatorio. Pronto estaré en mi refugio, descifrando esos documentos y trazando mi siguiente movimiento.