Un amor oscuro y perverso

8 El último acto de amor

AUDREY CAMPBELL

Mirada fría, que el alma enfría.
Si no hay calor no habrá dolor.

El aire denso olía a tierra mojada, un aroma que normalmente me resultaría agradable, pero que ahora solo intensificaba la inquietud que me carcomía el estómago. La lluvia azotaba el techo del auto con un ritmo implacable, un tamborileo que resonaba con mi propia impaciencia. Dentro, Alexa, tensa al volante, y Terry, con la mirada perdida en la noche.

—Tenemos que encargarnos de estos cabos sueltos —dijo Terry, rompiendo la quietud.

—Mejor mantén la boca cerrada y vigila —le espeté—. Y tú, Alexa, más te vale que hayas planeado esto a la perfección. No estoy de humor para limpiar los desastres de nadie.

Me ajusté los guantes negros, un gesto automático. Bajé del auto, indiferente a la lluvia que me empapaba el cabello. Mi rostro, una máscara de frialdad; mis ojos, dos pozos helados que reflejaban una determinación implacable. El arma era una extensión de mi mano, un peso familiar, un instrumento de precisión. Deslicé el seguro con un clic casi imperceptible, saboreando la anticipación.

La casa se erguía en la oscuridad, solitaria y amenazante. Sus ventanas eran cuencas vacías, y la pintura descascarada y el jardín descuidado le conferían un aire espectral, como si la hubieran abandonado a su suerte.

—Tendré que hacer esto yo misma, carajo —murmuré, avanzando hacia la casa. Vestida de negro de pies a cabeza, con mi pantalón, camisón y coleta, me preparé para entrar. Terry y Alexa me seguían de cerca, empapándose bajo la lluvia torrencial.

Me hago a un lado, permitiendo que Alexa y Terry abrieran la puerta con cautela, adentrándose en la casa sombría. Observo, y con una mirada gélida e implacable, les indiqué que subieran a buscarlos. No necesitaba palabras; mi mirada era una orden. Me quedé abajo, consumida por la irritación y la impaciencia. Cada segundo se extendía como una tortura. El eco de sus voces llegó amortiguado, seguido por el resonar de las pisadas en las escaleras cuando bajaban a la pareja.

Los veo descender, el terror reflejado en sus ojos como un espejo roto. Alexa y Terry los sujetaban con firmeza, sus agarres impidiendo cualquier intento de escape. La pareja se aferraba el uno al otro, buscando refugio en un amor inútil. Sonreí con frialdad. El amor es una debilidad, una ilusión que los hace vulnerables.

Me acerco a la pareja, deteniéndome a escasos centímetros.

—Escucharon lo que no debían —digo con una voz que corta como el hielo—. Ahora, pagarán el precio. No es nada personal, solo un asunto de negocios. Pero no se preocupen, todo terminará pronto.

El silencio en la sala era casi palpable, denso y opresivo, interrumpido solo por los sollozos ahogados de la pareja. Observo sus rostros descompuestos por el miedo, mi expresión reflejando un absoluto desprecio. No siento nada por ellos, solo una creciente impaciencia por poner fin a esta farsa.

La luz mortecina de la lámpara proyectaba sombras grotescas y danzantes en las paredes, transformando la sala en una cámara de horrores. Respiro hondo, sintiendo el hedor del miedo y la desesperación impregnando el aire.

Me acerco aún más a la pareja. Me inclino hacia la mujer, señalándola con un dedo acusador. Con la punta de mi dedo, levanto su barbilla, obligándola a encontrar mi mirada.

—Esta noche será la última vez que se verán —digo, mi sonrisa carente de toda calidez—. ¿De verdad crees que tu amor podrá salvarlos? No te salvará a ti, ni a él, ni a nadie.

Hago una seña apenas perceptible a Alexa y Terry, quienes retiran la cinta adhesiva de la boca de la mujer.

—No, por favor, no hemos hecho nada —suplicó ella con voz temblorosa. El hombre miró a su novia con desesperación, y ella le devolvió la mirada con súplica.

Me enderezo, mi rostro una máscara de frialdad.

—En verdad que no quería llegar a esto —dije con una suavidad engañosa—, pero miren a Terry. Gracias a él se encuentran en esta situación. Y, claro, gracias a su curiosidad. Esto es lo que pasa cuando algo sale mal, cuando alguien sabe lo que no debe. Alguien paga las consecuencias, y en este caso, les tocó a ustedes.

—¡Yo no vi nada! ¡No vamos a decir nada! —exclamó el hombre, furioso.

Suspiré, fingiendo impaciencia.

—Ya, ya, bla bla bla. Voy a terminar con esto de una vez. —Miro a la mujer directamente a los ojos—. Te daré una oportunidad. Vivirás... si lo matas a él.

La mujer me miró con horror, sus ojos desorbitados. —No... no puedo hacer eso.

Sonreí y me acerqué a Terry, extendiéndole la mano. Él me entregó un arma. Saqué otra arma de mi propio cinturón.

—Ahora, cada uno tendrá un arma —dije, ofreciéndole una al hombre y a la mujer—. El juego es simple: cuando diga tres, el que dispare primero vivirá. ¿Están listos? ¿O prefieren que los mate lentamente? ¿O es que son tan cobardes que prefieren morir juntos? Y ni se les ocurra hacer alguna estupidez como intentar dispararnos, porque no les funcionará.

El silencio era casi palpable, cargado de tensión. El hombre miró a su novia, indeciso. Alexa los apuntaba a ambos con un arma, alerta a cualquier movimiento.

Me acerqué a la mujer y le susurré al oído:

—Eres tan egoísta que prefieres morir con él a que él te mate a ti. Tienes miedo de que, si mueres, él encuentre a otra persona.

La mujer negó con la cabeza, las lágrimas resbalando por sus mejillas.

Los miré a ambos con desprecio. —Su romance es casi tan patético como el de Romeo y Julieta... solo que ellos tuvieron la suerte de morir enamorados. Ustedes, en cambio, morirán a manos del destino... o, mejor dicho, a las mías. —¡Así que decidan! ¿Quién va a morir?

Observé a la pareja. Sus rostros estaban empapados en lágrimas, sus ojos hinchados y enrojecidos por el llanto. El hombre tomó la mano de la mujer, aferrándose a ella como si fuera un salvavidas en medio de un mar tormentoso.




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