AUDREY CAMPBELL
Quiero sentir la adrenalina,
Una experiencia genuina,
La sangre carmesí,
Bañándome de rubí.
La casa apestaba a muerte. Un hedor espeso y metálico que se me pegaba a las paredes de la garganta, recordándome a cada instante la tarea que teníamos por delante. La tensión era casi física, como un cable a punto de reventar. No me importaba.
La lámpara colgante era la única fuente de luz, tiñendo la habitación con un amarillo enfermizo. Las sombras jugaban en las paredes, deformando los objetos conocidos en monstruosidades fantasmales. Tampoco me importaba.
Alexa, Terry y yo nos movíamos como sombras, envueltos en nuestros trajes protectores. El blanco inmaculado de la tela contrastaba con la oscuridad reinante y las manchas carmesí del suelo. Nos quedaban perfectos, como una segunda piel adherida a cada contorno. Una armadura para la noche que nos esperaba.
Mis ojos se clavaron en los bultos cubiertos bajo la lona, mi rostro, una máscara impasible. Sentía las miradas de Alexa y Terry sobre mí, buscando una señal, una orden. En sus ojos podía ver una mezcla de nerviosismo y excitación. Patético.
Bajo la lona, los cuerpos yacían inertes, completos, uno junto al otro. Sus rostros, pálidos y serenos, parecían representar la paz eterna. Sus ojos sellados ocultaban el terror que habían presenciado en sus últimos momentos de vida. Me pregunto si se arrepintieron. No me importaba.
Rompí el silencio con una voz helada, calculadora.
— Alexa, tú te encargarás de la limpieza. Toda la casa. Tú sola. Una mirada rápida a mi reloj. Las 11:20 PM nos apremiaban.
— Terry y yo nos llevaremos los cuerpos." No había tiempo que perder.
Alexa asintió sin dudarlo. De un baúl sacó su arsenal de limpieza: botellas con etiquetas que parecían jeroglíficos, esponjas, cepillos y trapos. Sus movimientos eran precisos, casi obsesivos. Parecía disfrutarlo. Eso me tranquilizaba.
Terry me miró, expectante.
— ¿Y si los mutilamos? Sería más fácil así, esparcirlos por varios lugares. Podríamos enredar la investigación, si es que llegan a hacerla.
Negué lentamente.
— No. Los lanzaremos al río.
— ¿Qué? Terry parecía confundido.
Alexa intervino, con su tono calculador de siempre.
— ¿Mutilarlos no sería más fácil? Serían pedazos pequeños. O al menos podríamos quemarlos, y esparcir las cenizas en otro lugar. No daríamos tantas pistas.
Volví a negar, con más firmeza.
— No. Los lanzaremos al río.
Terry insistió
— ¿Es que es mejor así? Mutilarlos sería mejor.
La idea de mutilarlos no me provocaba ninguna reacción visceral. Simplemente, era innecesario. Alzando la voz, sentencié:
— ¡Ni se atrevan a exigirme o dar ideas estúpidas! Los vamos a lanzar juntos al río. Ustedes hicieron esto mal, así que me toca encargarme de esto. Yo digo: los lanzaremos al río, los dos juntos. ¿Entendieron? No tengo tiempo para debates estériles ni para ensuciarme más de lo necesario.
Yo, en cambio, estaba pensando. Tenía la mirada de esa chica clavada en mi mente, sus palabras rozándome como si quisieran torturarme, comerme, llevarme al infierno. Me sentía frustrada.
Bueno, pensé, por lo menos los lanzaremos juntos. Quisieron morir juntos, ¿no? Entonces, que queden juntos en el río. Era la solución más rápida y limpia.
— Entonces, vamos, dije, cortante.
Terry, con una fuerza bruta que envidiaba, cargó el primer cuerpo. Lo sacó de la habitación arrastrando los pies y lo llevó hasta la camioneta, donde lo dejó caer con cuidado. Sus músculos se marcaban bajo el traje protector. Un animal.
Antes de que Alexa pudiera desatar su infierno químico, le tendí la cámara.
— Documenta todo. Cada ángulo, cada mancha. Necesitaba pruebas, recuerdos. Comenzó a tomar fotos, capturando la escena con una mirada fría y analítica. Cada detalle, cada sombra, cada rastro de lo que habíamos hecho.
Terry regresó por el segundo cuerpo. Mientras lo arrastraba, me acerqué a Alexa.
— Dejo el resto en tus manos. Espero que quede perfecto. No podía haber errores.
Alexa sonrió con una seguridad que helaba la sangre.
— No dudes de mi inteligencia. Sus ojos brillaban con una mezcla de sadismo y profesionalismo. Era una artista en lo suyo.
La lluvia golpeaba con furia las ventanas, como si el cielo nos juzgara. Terry y yo nos montamos en la camioneta, listos para desaparecer. La miré por última vez.
— Adiós.
— Adiós, respondió Alexa, rociando el primer charco de sangre con un químico que olía a muerte. Su obra maestra estaba por comenzar.
La camioneta avanzaba pesadamente por la carretera solitaria. La lluvia azotaba el parabrisas con furia, haciendo que el mundo exterior se viera borroso y distorsionado. Terry conducía con manos firmes, concentrado en la carretera. Un autómata. Yo miraba por la ventana, observando cómo los árboles se difuminaban en la oscuridad, como si fueran fantasmas danzantes. No sentía nada.
En la parte trasera, los dos cuerpos yacían cubiertos por una lona, atados con gruesas cuerdas. A sus pies, varios sacos de cemento esperaban su destino. El olor a humedad y a tierra mojada inundaba el vehículo, mezclándose con el hedor metálico de la muerte. Un aroma nauseabundo que ya me resultaba familiar.
El puente se alzaba imponente frente a nosotros, una estructura de acero que desafiaba la tormenta. Un monstruo de metal en medio de la nada. Terry redujo la velocidad y estacionó la camioneta al borde de la carretera. El silencio se hizo denso, roto solo por el sonido de la lluvia y el rugido lejano de un tren. Un presagio.
— Es ahora, dije con voz firme, sin titubear. No había vuelta atrás.
Terry asintió y apagó el motor. Ambos nos enfundamos en guantes de goma y nos preparamos para la tarea. La lluvia nos empapaba el rostro y el cuerpo, pero no me importó. Era una purificación.