AUDREY CAMPBELL
Quiero matar, Quiero enterrar,
Es hora de ver la realidad, Quiero sentir, Quiero probar, La dulce sangre en mi paladar.
Entré en el cuarto, un espacio que Alexa había transformado en una macabra galería de horrores. Las paredes estaban cubiertas con fotos de las escenas del crimen: cuerpos en poses antinaturales, sangre salpicando las paredes, objetos personales esparcidos por el suelo. Apreté los labios, conteniendo una mueca de disgusto. Evitaba mirar directamente las fotos, pero mis ojos registraban cada detalle grotesco con una frialdad casi clínica. Este cuarto era el reino de Alexa, un recordatorio constante de nuestros actos, un lugar donde la moralidad se desvanecía entre las sombras. No sentía culpa, solo una gélida indiferencia ante la violencia que nos definía. Era lo que había elegido, el camino que había jurado seguir.
Mientras observaba las fotos, una pregunta persistía en mi mente: ¿valía la pena cuestionar nuestros actos? La redención era un lujo que no podíamos permitirnos. Alexa me había enseñado que en este mundo solo existen depredadores y presas, y nosotras éramos las depredadoras. Sin embargo, una creciente incomodidad comenzaba a manifestarse en mi interior. La violencia, aunque necesaria, me resultaba cada vez más repulsiva. Pero la lealtad a Alexa era un lazo irrompible, un pacto sellado con sangre.
Sumergí las fotos en el líquido revelador, observando cómo las imágenes se intensificaban, como si la propia muerte cobrara vida ante mis ojos. Sentí un ligero asco al realizar esta tarea, pensando que esto debería ser el trabajo de Alexa, no el mío. Pero Alexa estaba ocupada con otros asuntos, tejiendo su propia red de intrigas. Sacudí las fotos y las colgué en una cuerda con pequeños ganchos, como trofeos macabros de nuestras victorias.
Después, me lavé las manos con desgana, como si quisiera quitarme el olor a muerte, aunque sabía que ese olor me perseguiría por siempre. Saqué un cigarrillo y lo encendí, aspirando profundamente mientras observaba el cuarto. Mis ojos se detuvieron en una cartelera adornada por Alexa: un macabro catálogo de mutilaciones y diferentes formas de morir. Imágenes de cuerpos quemados, decapitados y desmembrados me observaban desde la pared, como si fueran los fantasmas de nuestras víctimas. Pero esos fantasmas no me asustaban. Me daban poder.
Mientras fumaba, mi mente divagaba sobre los cabos sueltos que debía atar. El remitente de las cartas, la policía pisándome los talones, y esos tres... asuntos pendientes. Tenía que actuar rápido, antes de que fuera demasiado tarde.
El humo del cigarrillo llenaba mis pulmones, un intento inútil de sofocar el asco que me carcomía por dentro. Mis ojos recorrían la cartelera, deteniéndose en cada imagen grotesca. La creatividad macabra de Alexa era un abismo sin fondo. ¿Cómo podía encontrar belleza en la mutilación y la muerte? ¿O era que yo también estaba cayendo en ese abismo, perdiendo la cordura, despojándome de la Audrey que alguna vez fui? Ya no importaba. La lealtad es nuestra ancla, la única razón que le daba sentido a esta existencia retorcida.
Caminé lentamente hacia las fotos colgadas en la cuerda, como un rosario de horrores. Cada una era un recordatorio de las vidas que habíamos extinguido, aunque la mayoría de las atrocidades llevaban la firma inconfundible de Alexa. En una, un hombre yacía en un charco de sangre, con los ojos abiertos y la mirada fija en la nada. En otra, una mujer estaba atada a una silla, con la boca amordazada y el rostro cubierto de moretones, la súplica silenciosa grabada en cada hematoma. Alexa parecía encontrar un placer perverso en pintar la carnicería con aerosol rojo, como si fuera una obra de arte.
Me detuve frente a una foto en particular: un primer plano de un rostro mutilado, con la piel arrancada y los huesos expuestos, una máscara de horror que me perseguiría en mis pesadillas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero no era miedo. Era una extraña fascinación, una oscura curiosidad por la fragilidad de la carne. ¿En qué me había convertido? ¿Cómo había llegado a este punto, a ser cómplice de la locura de Alexa, a ser parte de este macabro juego?
Apagué el cigarrillo, dejando que la colilla se consumiera entre mis dedos, sintiendo el calor quemar mi piel. Di la espalda a las fotos, incapaz de seguir contemplando tanta crueldad, o quizás, incapaz de seguir negando la oscuridad que también habitaba en mí. Caminé hasta el escritorio y me dejé caer en la silla, sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros. Encendí la computadora y abrí el artículo que hablaba sobre el hallazgo de los cuerpos en el río. Un pescador los había encontrado, según decía el texto, perturbando la paz de las aguas.
Sentí un nudo en el estómago, una mezcla de culpa y excitación. Yo no los había matado directamente, solo les había dado la opción de matarse entre ellos, un juego cruel donde la supervivencia era el premio. ¿Pero eso me hacía menos culpable? Terry estaría orgulloso de mi retorcida lógica, de mi capacidad para justificar lo injustificable. Fruncí el ceño, sintiendo el estrés apoderándose de mí, como una serpiente enroscándose en mi cerebro. ¿Cuánto tiempo más podría seguir viviendo así, caminando por la cuerda floja entre la cordura y la locura, entre la lealtad y la autodestrucción?
Saqué otro cigarrillo, encendiéndolo con un movimiento automático. El humo se deslizó entre mis labios, y cada inhalación parecía calmar mi mente, aunque solo fuera por un momento. Sabía que la policía estaba tras de mí, investigando cada movimiento. ¿Qué harían si descubrían la verdad? Pero la idea de arrepentimiento nunca cruzó por mi mente. No era el momento para eso. Era fría, distante. Solo quería seguir adelante, a pesar de lo que habíamos hecho. Mientras observaba la pantalla, mis pensamientos giraban en torno a las posibilidades de lo que vendría. La tensión en el aire era palpable, pero yo estaba lista para enfrentar lo que se avecinaba.