Un amor oscuro y perverso

12 Acorralada en la carretera

AUDREY CAMPBELL

‎¡No te atrevas a soñar con alas de libertad, pues la caída desde las alturas será tu perdición!

El aire era denso, un sudario de tensión que se aferraba a mí al salir del auto. A mi alrededor, los agentes eran sombras expectantes, sus rostros, máscaras inexpresivas bajo la luz mortecina. El coronel se mantenía a una distancia prudencial, su figura envuelta en una penumbra que ocultaba la frialdad penetrante de su mirada. Sentía sus ojos como dagas, intentando perforar la fachada que tanto me había costado construir.

— ‎¿Qué sucede, oficial?, pregunté, mi voz apenas un susurro, una melodía forzada en el silencio opresivo. Intentaba proyectar una calma que era solo una ilusión, un espejismo tembloroso sobre un abismo de pánico.

‎El coronel se acercó lentamente.

— Señorita, dijo, su voz un arrastre helado, 'necesitamos que nos acompañe a la GCP para una investigación. Sospechamos que puede estar involucrada en un caso delicado.'

‎— ¿Involucrada?, pregunté, frunciendo el ceño, fingiendo sorpresa. No entiendo. No he hecho nada malo. Cada palabra era un cálculo, una danza sobre el filo de la navaja.

— ‎Lo entendemos, respondió el coronel, con un tono que no admitía réplica, una sentencia disfrazada de cortesía. Pero necesitamos que responda algunas preguntas. Hizo una pausa, dejando que el silencio cargara el aire con una amenaza implícita.

‎Asentí con calma, un gesto estudiado.

— Eso tiene algo que ver con la tal Isabella...
La mención de ese nombre falso fue como una descarga eléctrica, un recordatorio brutal de la red de mentiras en la que estaba atrapada.

‎— Así es, respondió. Podía sentir su mirada, fría y evaluadora, incluso a través del cristal oscuro de sus gafas. Era como si pudiera ver a través de mí, desnudar mi alma y exponer mis secretos más oscuros.

‎Mi corazón dio un vuelco, un latido sordo en el silencio sepulcral. Isabella. Mi nombre falso. La máscara que había usado para ocultar mi verdadera identidad.

— ‎No conozco a ninguna Isabella, dije con firmeza, mi voz ahora un desafío silencioso. Debe haber una confusión.

‎El coronel me miró fijamente, como si intentara leer mi mente, desentrañar mis pensamientos más profundos. Sentí su mirada como un peso, aplastándome bajo su escrutinio implacable.

— ‎Quizás, dijo, su voz cargada de ambigüedad. Pero necesitamos estar seguros. Por favor, acompáñenos.

‎Asentí lentamente, tragando mi miedo. Si me negaba, solo conseguiría levantar más sospechas. Era mejor cooperar, al menos por ahora.

— ‎Está bien, oficial, dije. Pero ¿podría saber de qué se acusa a la señorita Isabella? Necesitaba información, cualquier pista que pudiera darme una ventaja en este juego peligroso.

‎Aunque podía hacerme una idea de por qué me buscaban a mí y a los chicos.

— ‎Lo sabrá en la GCP, respondió el coronel, cortante. Por favor, suba al auto.


‎ †††††††


‎En la GCP, pregunté con una calma estudiada si ya tenían todos los elementos necesarios para confirmar mi coartada. Imbéciles, pensé, no encontrarían nada relacionado con Isabella en mí, habíamos borrado cada rastro, quemado cada puente.

‎El coronel se mantuvo cortante, una máscara de frialdad impenetrable.

‎Después de un rato, me ofrecieron comida, pero rechacé la oferta con un gesto desdeñoso. Estaba sentada en un cuarto blanco y aséptico, un lienzo en blanco para su interrogatorio. Frente a mí, el coronel se había transformado. Su saco negro era una armadura, un símbolo de poder que emanaba una arrogancia irritante.

‎— No me acusarán de nada, porque no existen pruebas, afirmé con una confianza que era pura bravuconería. ¿Podría hacer una llamada?

‎El coronel asintió, sus ojos como agujas clavándose en mí.

‎— ¿A quién va a llamar?, preguntó, su voz un susurro cargado de suspicacia.

‎— A mi tía, respondí con una sonrisa que era una daga disfrazada de inocencia. Le prometí que la llamaría hoy.

‎Marqué el número de Alexa, rezando en silencio para que entendiera el mensaje codificado que estaba a punto de enviar. Cuando contestó, hablé en un tono casual, pero cada palabra era un cálculo, una pieza en el rompecabezas que necesitaba armar.

‎— Hola, Tía, soy yo. ¿Recuerdas ese vestido que te presté? Necesito que lo revises con cuidado, creo que dejé algo importante en el bolsillo. Y, por cierto, ¿cómo va ese proyecto que te comenté? Necesito que me cubras las espaldas con eso.

‎Colgué el teléfono, sintiendo la mirada del coronel como un peso sobre mí. Sabía que había arriesgado demasiado con esa llamada, pero era la única forma de alertar a Alexa y Terry sin revelar la verdad.

‎Después de varias horas de interrogatorio, el coronel suspiró con frustración, un sonido que resonó en el silencio opresivo de la habitación.

‎— Señorita..., comenzó a decir, su voz un murmullo apenas audible.

‎— Audrey, le corregí con una sonrisa que era un desafío silencioso.

‎Su rostro permaneció impasible, una máscara de frialdad que no reflejaba ni una sola emoción. Sus palabras eran frías y cortantes, como cuchillos afilados. De seguro, su mirada también lo era.

‎— Audrey, continuó el coronel, no tenemos pruebas suficientes para retenerla. Se inclinó hacia adelante sobre la mesa, invadiendo mi espacio personal. ¿Acaso intentaba intimidarme? Metió la mano en su saco, sacando un pequeño sobre blanco. Con una lentitud deliberada, extrajo varias fotos, colocándolas sobre la mesa en un orden preciso, como si estuviera armando un rompecabezas macabro. Ya había visto esas fotos antes, y el recuerdo me heló la sangre.

‎— Hay veinticuatro fotos — dijo con ese tono glacial que parecía congelar el aire a su alrededor.

‎Las miré de reojo, luego levanté la vista para enfrentarme a su mirada. Humedecí mis labios, sintiendo la sequedad del miedo.

‎— Puedo verlo — dije con una neutralidad forzada. No soy estúpida.

‎— Un buen número, ¿no? — no vaciló en sus palabras, como si estuviera disfrutando de mi incomodidad.

‎— ¿A dónde quiere llegar con esto? — pregunté, conteniendo la impaciencia. Movió sus manos con lentitud, quitándose las gafas. Sus ojos grises, fríos como el acero, me miraban fijamente, intentando perforar mi fachada.

‎— Un buen número de asesinatos, veinticuatro personas a las cuales les arrebataron la vida. Su tono era más frío que el hielo, cada palabra un golpe. Sus muertes fueron masacres, observe por sí misma.


‎Se inclina hacia atrás, recostándose en la silla, su mirada fija en mí, esperando mi reacción a las fotos. Mi mirada recorre las veinticuatro imágenes, pero mi rostro permanece como una máscara, impermeable a cualquier emoción. Observo cada detalle, cada atrocidad. Tenía razón, cada muerte era una obra macabra, única en su ejecución, pero unidas por un hilo invisible: un patrón enfermizo. Ya sea que los cuerpos estuvieran mutilados, cremados, ahogados, asfixiados o con un disparo certero en la cabeza, cada uno era un testimonio de la depravación humana. Era evidente que cada verdugo tenía su propia firma, su propia forma de arte retorcido. Seis personas fueron mutiladas con saña, sus cuerpos convertidos en un rompecabezas de carne y hueso. Seis fueron reducidas a cenizas, borradas de la faz de la tierra como si nunca hubieran existido. Cinco se hundieron en la oscuridad acuática, sus pulmones llenos de agua salada, sus gritos silenciados por las olas. Cinco sintieron el abrazo asfixiante de la muerte, sus ojos inyectados en sangre, sus cuerpos retorciéndose en una agonía silenciosa. Y tres recibieron el beso frío del plomo, un final rápido y definitivo. Solo había una persona con una afición por mutilar y cremar a sus víctimas, una mente perturbada que encontraba placer en la destrucción. Alexa. Su forma de divertirse era retorcida y repulsiva. Otro disfrutaba escuchando los lamentos de las personas mientras se ahogaban, Terry. En cambio, yo prefería darles una muerte rápida y sin dolor, un solo disparo bastaba.

‎— ¿Qué cree de esto? — preguntó, aunque su tono casual era una farsa. Estaba esperando una reacción, una grieta en mi armadura, cualquier indicio de culpabilidad que pudiera usar en mi contra.

‎Lo observé a los ojos, mi rostro reflejando una perturbación calculada. Falsa.

‎— Es horrible lo que hay en esas fotos. ¿Cómo puede haber personas tan locas capaces de hacer estas cosas?

‎Apretó la mandíbula, su rostro revelando una frustración contenida.

‎— Me pregunto lo mismo. ¿Cómo pueden existir monstruos disfrazados de humanos?

‎Asiento lentamente, intentando mantener la compostura.

‎— Estoy de acuerdo con eso.

‎Su mirada se oscureció, como si una nube de tormenta se cerniera sobre sus ojos.

‎— Las personas que hicieron eso van a pagar caro.

‎— ¿Usted cree que las personas por las cuales me pregunto son los responsables de todo este desastre?

‎— No creo, lo sé. Su voz era un susurro cargado de convicción, una sentencia inapelable.

‎Me miró a los ojos, fijamente, como si intentara leer mi alma.

‎Niego lentamente, sin apartar la mirada de la suya. Era un pulso silencioso, una batalla de voluntades librada en el abismo de nuestras miradas.

‎— Bueno, creo que ya fue suficiente. Debo irme, no me haga perder mi tiempo. Espero con ansias que logré atrapar a esas personas.

‎— Puede irse. Pero no salga de la ciudad, seguiremos investigando. Su advertencia era una amenaza velada, una jaula invisible que se cerraba a mi alrededor.

‎Me levanté de la silla, sintiendo un alivio momentáneo, una bocanada de aire fresco antes de sumergirme de nuevo en la oscuridad.

‎— Entendido, oficial, dije. Estaré aquí, dispuesta a cooperar en lo que necesiten. Mentira. Cada palabra era una daga, una promesa falsa pronunciada con la frialdad de un témpano.

‎Salí de la GCP con la cabeza en alto, sintiendo la mirada del coronel como un peso sobre mi espalda. Sabía que había ganado una batalla, pero la guerra aún no había terminado. Tenía que encontrar a Alexa y Terry y desaparecer antes de que el coronel descubriera la verdad.

‎Una vez en la calle, respiré hondo, llenando mis pulmones de aire contaminado. Me dirigí a casa con paso firme, sintiendo la urgencia de la huida. Al llegar, entré de golpe, dejando caer mi bolso sobre el sofá. Alexa y Terry me miraron con preocupación, sus rostros reflejando la incertidumbre que me carcomía por dentro.

‎— Estaba preocupada — dijo Alexa, acercándose a mí. Su voz era un eco de mi propio temor.

‎Me dejé caer en una silla, sintiéndome exhausta y vulnerable.

‎— Me detuvieron — dije con voz temblorosa. — Me interrogaron sobre Isabella.

‎Terry frunció el ceño, su rostro endureciéndose.

‎— ¿Y qué les dijiste?

‎— Negué todo — respondí. — Dije que no conocía a ninguna Isabella. Pero no me creen. Me dejaron ir porque no tienen pruebas, pero nos están vigilando. Tenemos que sacar a esos tres de la cárcel, y tenemos que hacerlo rápido.

‎Alexa asintió con determinación.

‎— También he pensado lo mismo, nos queda poco tiempo.

‎— Tenemos que movernos rápido y con cuidado — respondí. — El coronel está tras nosotros, y no podemos permitir que nos atrapen.

‎Mientras decía esto, mi mirada se perdió en el vacío. Algo en el rostro del coronel me resultaba familiar. Era como si lo hubiera visto antes, pero no lograba recordar dónde. Una duda punzante se instaló en mi mente, como una astilla clavada en mi cerebro.

‎Sacudí la cabeza, tratando de despejar esos pensamientos. Tenía que concentrarme en el presente. Mi mirada se posó en Terry.

‎— ¿Cómo vas con ella?

‎Sus ojos marrones me miraban fríamente, sin revelar ninguna emoción.

‎— Bien.

‎— Eso espero, Terry, no podemos equivocarnos ahora, cualquier paso en falso y estaremos en la guillotina. Si tienes que partirle el corazón, hazlo. Al final, ella siempre fue un peón en esto.
‎— Sé lo que tengo que hacer, no hace falta que me lo repitas cada vez que puedes. Su voz era un gruñido bajo, cargado de resentimiento.
‎Exhalé cansada.




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